Comenzaré con una disculpa. En teoría, se suponía que los malditos franceses y su decadencia: segunda parte contendría la siguiente hornada de escritores románticos.
Bueno; cambio de planes. Sublime estupidez resultaría avanzar sin hablar de la persona que introdujo los conceptos de estilo y de estética en la literatura gala.
Sin más, te presento el nuevo artículo.
Los malditos franceses y su decadencia: segunda parte
El Romanticismo francés, según te conté en la primera parte de «Los malditos franceses y su decadencia», se gestó en Coppet (1804-1810), donde un grupo de cayetanos franceses y teóricos de salón establecieron las directrices de la reforma literaria. Bueno, además de otros asuntos.
Aun así, madame de Staël había comenzado este proceso antes de que Napoleón la mandara a hacer turismo lejos de París. Por ejemplo, su De la littérature considerée dans ses rapports avec les institutions sociales (1800) ya indicaba la necesidad de crear un tipo de literatura nacional acorde a los nuevos tiempos y sociedad. Aquí cita como referentes el Ossian, de James MacPherson, afín a la idiosincrasia del norte de Francia, y a Shakespeare.
Dos años después, Chateaubriand, el Byron galo, publicó Atala. En esencia, la primera novela —novela corta más bien; apenas alcanza las 60 páginas— de la revolución lírica romántica en Francia. Con una salvedad: alguien la había escrito previamente.
Oh, tal vez hayas concluido que Atala supone la materialización de las ideas que aparecen en De la littérature. Perdón; no se trataba de párrafos consecutivos, sino conflictivos. Chateaubriand y de Staël andaban a la gresca por motivos políticos. E ideológicos. Y…
En fin; cada uno había propuesto sendos caminos para la reforma literaria. ¿Cuál de los dos crees que ganó?
«Cual de los dos haya ganado más, o más perdido en esta mudanza, solo los Genios lo saben».
Atala, Chateaubriand.
Respuesta: ambos. Es más, se convirtieron en excelentes amigos. O, más bien, les beneficiaba esa amistad. Pero, dejemos los cotilleos y veamos qué aportó este caballero al Romanticismo.
La forja de un escritor romántico
Lo de caballero no ha sido gratisdato. De casta cuna procedía Chateaubriand, cuya infancia y adolescencia transcurrieron en el château de Combourg (30 quilómetros al sureste de Saint Malo). Esto, tampoco lo he escrito gratis et amore:
En esos bosques, en ese mar que baña Saint Malo, combatió el esplín con la épica aventurera de Virgilio (La Eneida) y Fénelon (Telémaco). Empero, su bazo prefería la poesía de Tibulo y las pasiones de Eloisa (Rousseau) o de Pablo y Virginia (Bernardin de Saint-Pierre).
Su padre, desesperado porque la enfermedad de su hijo no mejoraba, hizo lo que haría cualquier padre del mundo: encargarle la cura al ejército. Así, como segundo teniente en el regimiento de Navarra, Chateaubriand llegó a París (1790).
Parte positiva: entró en el círculo literario y entabló una serie de amistades. La de de Fontanes, la más destacable.
Parte negativa: lo machacaron.
Del Nuevo Mundo al Paraíso perdido
Eterno pasó un año de falsedad ilustrada hasta que ahogó en el océano la decadencia neoclásica. Portando el estro con el que las musas le habían ungido, zarpó rumbo a Estados Unidos, presto a vivir entre «los salvajes» (sic). No le juzgues; recuerda la influencia de Rousseau.
«Atala se ha escrito en el desierto, y bajo las chozas mismas de los salvajes».
Prefacio de Atala, Chateaubriand.
Quizá se dejase llevar por el ímpetu de su imaginación, pero la grisura bretona regresó cargada de majestuosidad, exotismo y color. También, arruinada y rugiente de honor, por mor del arresto del rey, llamado Luis, numerado el XVI.
Tras una espectacular tormenta, su barco arribó a Le Havre en el mismo estado que el patrimonio familiar, destartalado por la supresión del derecho feudal. «No te preocupes; tu hermana solucionará este acaso mediante un matrimonio de conveniencia», le dijeron. Ignoraba que el casado sería él.
Prácticamente, conoció a su esposa1 el día de su boda. Veinte días después, la Asamblea Legislativa declaró la guerra a Alemania e intensificó las persecuciones a la nobleza. Mientras el resto de parientes emigraba a Jersey, él, acompañado de sus hermanas (Lucile y Julie), viajó a París con su oíslo.
Allí, pasaron un tiempo de bandera francesa. Es decir, tranquilo —simbolizado por el azul— y faltos de dinero —sin blanca— hasta que comenzó el Terror Rojo jacobino. Entonces, Chateaubriand dejó a una mujer a la que no quería para combatir por una causa en la cual no creía.
Notas
1Mademoiselle de Lavigne, amiga de Lucile.
Interrupción
Oye, tú, quien me escribe, ¿no acabas de contarme que se había casado para tener dinero? Pues tienes razón. ¡Chateaubriand! ¡Exigimos una explicación!
«La fortuna de mi esposa estaba invertida en valores de la Iglesia [y] la nación se comprometió a pagarlos a su manera. Además, Madame de Chateaubriand había prestado las escrituras de una gran parte de esos valores […] a su hermana, la condesa de Plessix-Parscau, que había emigrado».
Memorias de ultratumba, Chateaubriand.
Aclarado este asunto, prosigo con los malditos franceses y su decadencia: segunda parte
Sin avisar de sus intenciones, escapó de París en carromato con su hermano y el ayudante sonámbulo de este. Menciono tal detalle, pues, a mitad de trayecto, se puso a hablar en sueños. No sé lo que dijo, pero los pasajeros lo tomaron por noble e intentaron lincharlo. Aun dormido, consiguió escapar. Luego, lo arrestarían en un pueblo. Su confesión condenaría a la familia que servía.
Entretanto, Chateaubriand llegó a Lille, cruzó la frontera y recorrió la campiña, esquivando a las patrullas francesas. No así a una de ulanos, a quienes mostró su uniforme de la Guardia Nacional, indicó su rango, y solicitó su ayuda para unirse al ejército de los Príncipes. De este modo, cumplió su promesa de aristócrata, pese a no compartir sus ideales políticos ni confiar en la victoria.
Luchó en Thionville, donde Atala le salvó de la muerte —las hojas detuvieron dos balas— y la suerte le sonrió más que a otros —«La bala que le arrebató la vida [Chevalier de La Baronnais] rebotó en el cañón de mi mosquete y le golpeó con tanta fuerza que agujereó sus sienes: su cerebro me salpicó en la cara»—.
Incluso, disfrutó de un momento divertido. Tras el impacto de una bala de cañón en la mesa de los oficiales, estos, «molestos y cubiertos de arena, gritaban como un antiguo capitán de barco: “¡Fuego a estribor! ¡Fuego a babor! ¡Fuego por todas partes! ¡Fuego en mi peluca!”».
El largo camino del exilio
Finalmente, de tanto rondarle, la muerte le encontró. Aunque solo pudo rozarle con la uña. O sea, un proyectil le clavó su metralla en la pierna. Poco después, su compañía se desplazó a Verdún, donde vio las flores que unas mujeres1 habían entregado a Federico Guillermo II.
Hablando de alemanes, las tropas francesas se contagiaron de la enfermedad prusiana (disentería) en esta ciudad. Herido y debilitado, Chateaubriand se despediría del ejército con honores en Longwy. No así de las desgracias, ya que pilló la viruela camino de Arlon. Y sus compañeros lo abandonaron.
«Estos virtuosos hermanos me dieron las pruebas más evidentes de un tierno cariño».
Atala, Chateaubriand.
Tal vez por romántico, tal vez por la fiebre, decidió recorrer a pie y con muletas la distancia que separaba Ostend de Arlon. Es decir, todo el ancho de Bélgica (250 quilómetros). Cierto es que, en algunos tramos, hizo carrostop, pero cubrió casi la mitad de su objetivo. Luego, se desmayó.
Menos mal que cascó cerca de un abedul. Uno de los conductores del príncipe de Ligne se detuvo justo a su lado porque necesitaba una rama de este árbol. Lo llevaron a Bruselas, se reencontró con su hermano y este, nada más verlo, llamó a un doctor.
Notas
1Las vírgenes de Verdún, condenadas a muerte posteriormente, símbolo del cambio de rol de la mujer con el nuevo orden.
La otra Bretaña
Tratada —que no curada— la gangrena de su pierna, Chateaubriand navegó por los canales belgas rumbo a Ostend. Una vez en la ciudad, se encontró con unos soldados bretones, y alquilaron un barco a fin de regresar a…
Da igual el lugar; la viruela, que aparecía y desaparecía sin explicación médica, mermó sus fuerzas por completo. Tanto, que lo desembarcaron en Guernsey, pues el capitán se negó a que el cura le diera la extremaunción a bordo. Si la esposa de un piloto inglés no se hubiera apiadado del moribundo, quién sabe qué habría sido de los malditos franceses y su decadencia.
Chateaubriand arribó a Jersey igual que el barco que le trajo desde América, y frisó la muerte durante cuatro meses. Después, le informaron de la ejecución de Luis XVI y de las masacres en París. Su esposa y sus hermanas, venturosamente, habían logrado retornar a Bretaña.
—Pues nada; iré a buscarlas —le dijo a monsieur de Bouillon.
—Ni de coña, Chateau. No estás en condiciones de vivir en cuevas y bosques —le respondió el protector de los emigrados franceses en Jersey—. Casi mejor vete a la otra Bretaña, la que empieza por Gran, y te recuperas.
Confieso que este diálogo me lo he inventado, aunque coincida con la realidad.
Un cambio de aires
Se me ocurre que el aire de Londres, con el humo de la Revolución Industrial, no disponía de las cualidades sanadoras adecuadas. Incluso los médicos ingleses auguraron máximo un año para su entrada en el cementerio.* Lo cual añadió una duda a su cerebro: ¿qué agotaría antes: la vida o el dinero?
Evidentemente, lo segundo. Aunque daba clases de francés, escribía y traducía textos —intuyo que así conoció la obra de Milton—, sus egenos ingresos los devoraba el coste del alquiler, de la comida y de los médicos. También su enfermedad se cobraba su precio en energía, que lo debilitó hasta el punto de no poder andar. Mucho menos, trabajar. Vamos, que vivía en la más absoluta pobreza, como demuestra su dieta:
«Chupaba piezas de lino empapadas de agua; mascaba hierbas y papel».
Memorias de ultratumba, Chateaubriand.
Tampoco las noticias de Francia ayudaron a animarlo. Habían ejecutado a su hermano en el patíbulo, además de a otros parientes y amigos (1794). Al menos, su madre, Lucile y su esposa seguían vivas. Arrestadas y maltratadas en cárceles del siglo XVIII, pero vivas.
Todas estas circunstancias le empujarían a escribir Essai historique sur les Révolutions (1797), un ensayo acerca de, bueno; ya lo dice el título. Con esta obra, consiguió lo que ya tenía: nada, y un breve reconocimiento del círculo literario de emigrados, donde se encontraba su amigo de Fontanes.
Notas
1La ventana de su ático en Marylebone daba a un camposanto. Durante esa época, acogía eventos tales como el hostigamiento de osos (peleas entre osos y perros) y duelos.
Cómo conocí a vuestra madre
¿Era tan malo el Essai ? Juzga por tu cuenta: su madre murió después de leerlo. A ver, lo que su hijo decía sobre la religión le causó un disgusto tremendo, pero la defunción se debió a una enfermedad. En cualquier caso, su familia la achacó a su carrera profesional.
«Quizás te ayude a abrir los ojos e inducirte a renunciar a la escritura».
Carta de la hermana de Chateaubriand (Julie), anunciando la muerte de su madre (1 de julio, 1798).
Por otro lado, el círculo literario consideraba que «tenía margen de mejora». En otras palabras, carecía de academicismo neoclásico. Aun así, de Fontanes, pese a su radicalismo literario, había observado algo mirífico en su prosa. Especialmente, en el borrador de Atala.
«Trabaja, trabaja, querido amigo, y serás ilustre. Lo puedes lograr; el futuro es tuyo».
Carta de Louis de Fontanes a Chateaubriand (28 de julio, 1798)
Supongo que el escritor, tras leer ambas cartas, pensó: «Julie, ya me habéis casado y mandado a la guerra. Gracias a ello, vivo exiliado y me alimento de césped y trapos. Así pues, que os follen». O, tal vez, me lo haya vuelto a inventar.1
Lo que sí es cierto es que de Fontanes pulió esa prosa con sus recomendaciones, sugerencias y consejos. Noblesse oblige a relatarlo, ya que nadie reconoce esta aportación crucial en el nacimiento del Romanticismo. Chateaubriand, por supuesto, sí lo hizo. De hecho, usaría su pluma para defenderle en otra carta; aquella que cambiaría la historia de la literatura.
Notas
1En realidad, esa misiva provocó que Chateaubriand abrazase la fe de nuevo y escribiese El genio del cristianismo.
Chatroleando
En 1799, el 18 de brumario,1 Napoleón dio un golpe de Estado, y tomó el control de la nación, sorprendiendo a propios y extraños. A raíz de su intervención, mientras los jacobinos eran desterrados, regresó un generoso número de emigrados. La mayoría, bajo un nombre falso.
«El representante prusiano me procuró un pasaporte, con el nombre de [Jean-David de] Lassagne, residente de Neuchatel».
Memorias de ultratumba, Chateaubriand.
Al año siguiente, de Staël publicó Littérature, cuya segunda edición criticó de Fontanes en el Mercure de France, mezclando literatura con política, pues la tildó de partidista. La autora le contestó en idénticos términos, y le acusó de monárquico, sin sospechar que, el 1 de nivoso,2 recibiría una réplica inesperada.
La carta la firmaba «el autor de El genio del cristianismo», obra siquiera impresa por aquella. La prensa y el público se entusiasmaron. Ese misterioso desconocido había atizado al azote de Napoleón con un estilo, con un derroche de imaginación, con una elocuencia que «tomaba el acento del corazón y del sentimiento» (Journal des Débats, 2 de nivoso*).
En cambio, de Staël palideció. No solo por la calidad y originalidad de esa misiva. También, debido a una frase que la podía condenar a la guillotina Turner. Lo siento; me ha resultado imposible evitar este chiste malo.
Notas
19 de noviembre
222 de diciembre.
Juego de salones
Chateaubriand, según cuenta en sus memorias, se había comprado unas tórtolas. Por desdicha, su zureo le impedía conciliar el sueño. De modo que escribió esa carta por culpa del desvelo.
Líbreme Rushdie de sucumbir ante las dudas. Empero, me huelo que de Fontanes y él imitaron a Maquiavelo, e idearon tal plan a fin de poner al escritor en el candelero. Después de todo, Chateaubriand continuaba peleado con el dinero, y su talento vivía de los préstamos que le entregaban su amigo y Migneret (su librero).
Sea como fuere, la jugada les salió redonda. Aunque habían cabreado a la gran dama, apodada Leviatán y El torbellino por la condesa de Beaumont, organizadora del salón de Luxemburgo y amante de Chateaubriand a la sazón. Curiosamente, otro asunto que omite en sus memorias.
Cotilleos aparte, en este salón se reunían los emigrados, nobles, burguesía alta y demás componentes de la antigua sociedad prerrevolucionaria. Es decir, el círculo literario opuesto al formado por de Staël. Solo que, tanto ella como de Beaumont mantenían una excelente relación. Y Pauline (la condesa) quería que así siguiera.1
Vamos, que Chateaubriand la había metido en un lío. Menos mal que lo arreglaría con un libro.
Notas
1De Staël tenía la oreja de Fouché, ministro de Policía (Interior). Para más información, te recomiendo su biografía: Fouché, el genio tenebroso, de Stefan Zweig (1929).
El nacimiento del Romanticismo francés
Al final del prefacio de Atala, Chateaubriand escribe: «He sabido que una mujer célebre, cuya obra era el objeto de mi carta, se ha quejado de un pasaje de esta. […] Bórrese, pues, ese pasaje si he agraviado con él. Aunque, cuando se tiene la vida brillante y los buenos talentos de madame de Staël, es fácil olvidar las pequeñas heridas que un hombre solitario y desconocido como yo pueden infligirle».
Suena un pelín forzado, ¿verdad? Bueno, dentro de los talentos del Torbellino se encontraba la bondad, así que aceptó esta disculpa encantada. Incluso, se interesó por conocerle mejor y, escuchada la melancólica historia de su vida, le puso bajo su protección. Fíjate si era bondadosa.
Tanto como interesada; a de Staël le perdía la fama, algo que Chateaubriand había obtenido con Atala tras reventar el mercado en Francia. No gracias a los críticos, quienes se mofaban de su escritura, sino de un público compuesto por jóvenes y mujeres en su mayoría. Exactamente la misma escisión entre lo académico y lo popular que sucedió, catorce años atrás, con Pablo y Virginia (1787), de Bernardin de Saint-Pierre.
Es más; reemplaza los personajes y la isla Mauricio por América, y comprobarás que la trama de Atala se parece demasiado a esta novela que fascinó a Chateaubriand durante su adolescencia.
«Caí en la vanidad, con tan buen suceso, de intitular mi obra: Pintura de la naturaleza».
Prólogo de Pablo y Virginia, Bernardin de Saint-Pierre.
«Era todavía muy joven, cuando concebí la idea de hacer la epopeya de la naturaleza».
Prefacio de Atala, Chateaubriand.
«Dice [Marie-Joseph Chénier] que copio a M. de Saint-Pierre».
Carta de Chateaubriand a de Staël (27 de pradial/16 de junio, 1801).
Estilo y estética
Vale, Atala peca de falta de originalidad. Hasta su autor reconoció sus limitaciones: «No tengo, como sí tienen los persas, una imaginación lo suficientemente rica como para comparar la llama con una anémona y las brasas con una granada» (Memorias de ultratumba).
A su vez, se refiere a Saint-Pierre como «un hombre cuya pluma admiro y continúo admirando». Ya está. Sobre su influencia directa en la obra que le proporcionó el ansiado reconocimiento literario, ni una palabra.
«Quien quiera relatar la era moderna tendrá que eliminar la verdad de su trabajo».
El genio del cristianismo, Chateaubriand.
Ahora bien, Atala presenta un estilo de escritura distinto al de Pablo y Virginia. Corrección; al de cualquier libro en Francia y, si me apuras, del resto de Europa. Por eso, cuando de Fontanes leyó el Essai y los borradores, se percató de que su amigo había desarrollado una voz narrativa única, revolucionaria, capaz de cautivar el ojo y el oído a través de su lenguaje novedoso, poético, pasional y épico.
De Staël, por su parte, había llegado a una conclusión parecida. Al margen de ciertas reticencias personales, aquel desconocido había encontrado lo que ella buscaba: la estética lírica de le mal du siècle. Y poco tardaría en aplicarla en sus siguientes obras.
Otro matrimonio de conveniencia
Chateaubriand y de Staël tenían cuatro cosas en común: su pasión por Rousseau, el desapego por la vida, la obsesión con la gloria y una mentalidad pragmática. Así que, emplearon la cuarta para satisfacer la tercera mientras potenciaban la segunda, cambiando la crítica honesta por la adulación fingida.
«Debes saber que te encuentro diez veces más ingenioso que él. Pero él [Chat.] me cuida y tú me descuidas. Dejo mi vida social a aquellos que la persiguen».
Carta de madame de Staël a Claude Charles Fauriel, c. 9 de floreal/ finales de abril, 1801.
No me malinterpretes; con el tiempo, la admiración y el cariño que se profesaban se volvió real, al igual que su amistad. De hecho, nunca perdieron el contacto: intercambiaron cartas constantemente, Chateaubriand visitó a de Staël varias veces en Coppet, la defendió de las críticas, la animó en los momentos malos y estuvo a su lado cuando la madre del Romanticismo exhaló su último aliento (14 de julio, 1817).
El legado de Chateaubriand
En lo que atañe a los malditos franceses y su decadencia, Chateaubriand incorporó un elemento fundamental para entender la literatura del XIX: la estética. Bueno, ya lo había dicho antes, pero lo repetiré con mayor detalle.
Desde la perspectiva literaria, la novela «decadente» es sensacional. Ojo, no confundas este adjetivo con una valoración. Me refiero a que despierta sensaciones en los lectores al estimular sus sentidos corporales («capaz de cautivar el ojo y el oído»).
Con tal fin, Chateaubriand recurrió a un lenguaje poético y a profusas descripciones de la naturaleza. Por ejemplo: «De la extremidad de las avenidas, se perciben aves solitarias embriagadas de uva, titubeando sobre las ramas de los tiernos olmos; manadas de caribúes bañándose en un lago; ardillas negras jugueteando entre la espesura de los follajes; sinsontes; palomas de Virginia, del tamaño de un gorrión, descendiendo sobre céspedes coloreados de fresas; papagayos verdes con cabeza amarilla; purpúreos picoverdes; cardenales color de fuego brincando en círculo a lo alto de los cipreses; colibríes centelleando sobre el jazmín de la Florida, y víboras cazadoras silbando colgadas de las cúpulas de los bosques, y meciéndose como bejucos» (Atala).
A un neoclásico —y a los iluminados de los cursos de escritura—, todo esto le parecía una gilipollez que embadurnaba la narrativa. De ahí que considerasen recargada a este tipo de prosa. Empero, un romántico veía en esta estética la ornamentación que decoraba las catedrales góticas.
Continuación
Por otro lado, la novela romántica también es sentimental. O sea, provoca emociones. Y, si las descripciones de la naturaleza despertaban sensaciones, estas desataban un épico maelstrom pasional. De ahí que los catalogasen como exaltados, y a este tipo de novelas, sensibleras.
Normal. Un académico neoclásico leía ensayos; obras serias e ilustradas, no literatura de mujeres y adolescentes. Reflexiona ahora sobre esto. Entenderás muchas cosas de nuestra época.
Volviendo a las emociones, aquí el lenguaje poético y gótico transmite belleza bucólica, dando lugar al tono melancólico característico de le mal du siècle. Posteriormente, la narrativa de los sentimientos evolucionaría hacia el desarrollo psicológico de los personajes. De hecho, una novela gótica ejerció de puente en esta transición. Se titula El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde (1886, Stevenson).
¡Ah! Pero las pasiones románticas acaban siempre mal. Vale; aparte del efecto dramático y la alegoría crítica a su sociedad, los finales trágicos reforzaban su visión negativa de la vida. Esto ya lo sabías, claro, aunque ignoras su relación con la estética.
El Romanticismo literario, a través del lenguaje, une la contemplación de la naturaleza con la del interior de las personas a fin de obtener una perspectiva completa y consciente de la existencia. En consecuencia, la inactividad del hastío, del tedio y del esplín semejan una práctica meditativa, como la del mindfulness. Llamémosla mindgloomness, ya que la filosofía romántica posee un fuerte componente pesimista. Qué casualidad: igual que el budismo.
Las otras reformas de Chateaubriand
Del mismo modo, la novela romántica viaja. Por el planeta y por el pasado (nunca por el futuro; preferían lo idealizado a lo distópico). Solo que, en realidad, no constituye una cualidad idiosincrásica, sino un recurso que refuerza los dos puntos previos. En especial, mediante el exotismo —siempre atractivo para los lectores—, que añade color a las sensaciones al tiempo que defiende el planteamiento rusoniano (de Rousseau) sobre «el buen salvaje».
Aquí termina la aportación lírica de Chateaubriand. Pero no su influencia. A fe que El genio del cristianismo (1802) se convirtió en lo más parecido a la parusía, pues recuperó el interés social y político (Napoleón) por la religión. Es más, esta obra reformó la Iglesia católica en Francia.
En cuanto a la última, prepárate, porque determinaría el futuro comercial de la literatura. Tras la Revolución de Julio (1830), el rey borbón Carlos X cedió el trono a Luis Felipe I, de la casa de Orleans. Tal suceso enfadó a un Chateaubriand de 62 años, más borbón que el Jack Daniels, y renunció a su cargo político.
Por aquella, no existía el sueldo vitalicio. Vamos, que se quedó en la ruina. Además, su única opción de ingresos dependía de la publicación de sus memorias, todavía en fase de borrador y reescritura. Así que, pidió consejo a madame Récamier, quien llevaba otro salón literario en París.
Tengo una propuesta que puede interesarte…
A ver, algo le pasaba a Chateaubriand con esta profesión, porque se convertiría en el amante de Récamier; tema que omite, de nuevo, en sus memorias. Eso sí, por sus palabras, se entiende que le ponía palote.
«…mis ojos fijos en madame Récamier. Me preguntaba si estaba viendo un cuadro de ingenuidad o de voluptuosidad».
Memorias de ultratumba, Chateaubriand.
Perdón por la digresión. Récamier reunió a varios editores a fin celebrar una lectura del libro. Una vez acabada, les propuso que comprasen los derechos de publicación por adelantado. Ingenioso plan, que no cuajó.
Inmune al fracaso, ofreció esos derechos a un variopinto grupo de inversores, compuesto por amigos y admiradores en su mayoría. Con una condición: publicar la obra a la muerte del autor. En esta ocasión, aceptaron, y Chateaubriand pasaría 18 años más trabajando en sus memorias, lo cual animó la entrada de otros inversores.
Enhorabuena; ya conoces el origen de la microfinanciación. O crowdfounding, para los modernos.
No te pierdas la tercera parte de «Los malditos franceses y su decadencia»
Si Chateaubriand visitase nuestra época, se horrorizaría. La gloria que tanto anhelaba apenas la recuerdan cuatro gatos. Espero haber contribuido a la recuperación de su figura, al igual que al reconocimiento de las salonettes (no sé si esta palabra existe), más olvidadas aún por la historia y la literatura.
Quienes seguro te sonarán más son los escritores que aparecerán en la tercera entrega de «Los malditos franceses y su decadencia». Justo, aquellos que se suponía que aparecerían en este artículo. Por suerte, gracias a lo que has leído aquí, disfrutarás de su lectura con mayor conocimiento de causa.
Pues, ya está. Si te ha gustado, pincha en el corazón que palpita exiliado bajo la sombra del titular, y déjalo tan rojo como la hoja de la guillotina. O comparte a Chateaubriand en tus redes sociales con la misma generosidad que él compartía su melancolía con las dueñas de los salones. Merci!