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Un mero cambio de posición; un mal golpe de tecla en la i mayúscula del siglo XXI nos transporta al XIX, cuando los malditos franceses y su decadencia pintaron la cara de la sociedad de rojo vergüenza.

Así, las sombras iluminaron una época cegada de luz ilustrada, creando un movimiento donde el prefijo pro propaló lo prohibido y lo provocativo bajo el nombre, también prefijado, de posromanticismo.

Bueno, de esto trata esta serie de artículos: del arte degenerado, de la decrepitud elegante, de la literatura de burdeles, opio y láudano. Es decir, de cómo los excesos finiseculares gestaron el tuáutem de la novela moderna gracias al desengaño.

Nunca segundas partes fueron buenas

Estas palabras le decía Sansón Carrasco a Sancho en la segunda parte de El Quijote (capítulo IV), y estas palabras registró Cervantes para la posteridad en la frase proverbial que titula el apartado. Supongo que los franceses decimonónicos no pensaban lo mismo. En apenas ochenta y un años, pasaron por cuatro revoluciones (1789, 1792, 1830, 1848), dos imperios (1799-1814, 1852-1870) y tres repúblicas (1792-1799, 1848-1852, 1871-1940), amén de una asamblea nacional constituyente (1789-1791), una asamblea legislativa (1791-1792),un consulado (1799), dos monarquías (1814-1830, 1830-1848) y una comuna (1871).

Sin duda, convulsa resultó su centuria. Empero, menos caótica fue su cronología literaria, donde la transición de estilo la resumiré con dos colores. ¿Crees que son el Rojo y negro (1830), de Henri Beyle, más conocido por su apodo: Stendhal? Pues no; me refería al negro y al blanco, ya que Alexandre Dumas, autor de El conde de Montecristo (1844-1846) o Los tres mosqueteros (1844), era un romántico mulato, mientras que su hijo, también llamado Alexandre Dumas, le había salido realista y pálido (La dama de las camelias, 1848).

«Todas las generalizaciones son peligrosas, incluso esta».

Alexandre Dumas.

Razón no le falta a su paradoja, caballero. Romanticismo y realismo poseen diferentes tonalidades, por no mencionar una estupenda gama de grises. De ahí que nos encontremos novelas realistas con elementos fantásticos (La piel de zapa, Balzac, 1831) o leamos un terrorífico relato corto de un naturalista sobre un ser sobrenatural (El Horla, Guy de Maupassant, 1887) que inspiraría, en parte, el Cthulhu (/kalalu/)* de Lovecraft.

En definitiva, ambos estilos convivieron en paralelo, alternándose como las repúblicas y los imperios. Solo que, entre medias, aparecieron unos autores portando una revolución literaria en sus bazos. Y, no; no me falta una erre.

*/Khlûl′-hloo/, según explica el autor en Selected Letters V (1934-1937).

Labilisnegra

El movimiento ilustrado, aparte de iluminar, despertó la ilusión de un mundo mejor. Luego, descubrieron que ilusión provenía del latín illusio, que significa ‘engaño’.* Por tanto, a fin de protegerse de aquella decepción del presente, un grupo se evadió en la naturaleza y en el pasado; ambos tan idílicos e idealizados que los llamaron románticos.

Ahora bien, la mente lleva muy mal que jueguen con ella. Si la realidad se mofa de sus expectativas, se deprime en la tristeza obtenida. Pero, cuando la burla provoca a sus recuerdos, se deprime en la alegría perdida. O, dicho en términos médicos griegos, el bazo la inunda de bilis negra (melaina chole), cuyo amargor cacoquímico provoca la melancolía.

De esta manera, el tedio y el hastío se rebelaron contra los valores modernos, exaltando lo subjetivo ante lo universal, lo bucólico ante lo urbano, las emociones ante la razón, lo creativo ante lo neoclásico, lo oscuro ante la Luz, la fantasía ante el ensayo, lo sublime ante la ciencia, lo banal ante lo práctico.

A modo de ejemplo, mencionaré a dos autores que representaron el espíritu romántico a la perfección: Lord Byron con su vida y Goethe con Las penas del joven Werther (1774), la obra que novelizó una salida al sufrimiento existencial que muchos imitarían en la realidad.

«Madame de Staël dice que “Werther ha provocado más suicidios que la más hermosa de las mujeres”, y realmente creo que él ha mandado a más personas al otro mundo que Napoleón».

Carta de Byron a Goethe, 1820.

*«In-»: ‘contra’ y «lúdere»: ‘jugar’. Es decir, ‘jugar contra’, ‘burlarse de’.

Le mal du siècle

Procede aclarar que la etiqueta de «decadentes» se aplicaba a los valores racionales, la ética ilustrada y la cultura imitativa del Neoclasicismo. Es decir, los románticos consideraban que el progreso despótico había emponzoñado la verdadera esencia humana, del mismo modo que la opulencia y la tiranía habían corrompido la moralidad de Roma, lo que la hundió en una decadencia que propiciaría su caída.

Esa idea derivaba de Montesquieu (Considérations sur les causes de la grandeur des Romains et de leur décadence, 1734), pero cambiaría de receptor a mediados de siglo, cuando Désiré Nisard, crítico literario francés, definió la obra de Victor Hugo —y al Romanticismo, en general— como un estilo «decadente». Mira tú por dónde que esta connotación despectiva entusiasmó a Gautier y a Baudelaire, quienes se apropiaron del adjetivo a fin de referirse a ellos mismos y a los nuevos autores del movimiento cultural.

«Consultar a los críticos para definir la decadencia es como escuchar a la famosa orquesta del rey de Siam, donde cada músico toca como quiere y sin prestar atención a la partitura».

La leyenda de los decadentes, Gustave Leopold van Roosbroeck.

Hasta entonces, la mentalidad pesimista y la actitud rebelde del Romanticismo se asociaba a artistas aquejados de melancolía. Claro; semejantes pacientes estimaron que le faltaba un toque poético a su enfermedad, por lo que el estro prendió la pluma de Chateaubriand, y la llamó le mal du siècle (René, 1802). Posteriormente, de Musset la contagiaría entre la población a través de La Confession d’un enfant du siécle (1836).

Anamnesis del mal del siglo

Una vez identificada la afección —que mutaría dos veces a lo largo del XIX: la decadencia de Baudelaire y le fin de siécle con los poetas malditos—, veamos los síntomas literarios que la caracterizaron:

  • Éxtasis pasional como símbolo de autenticidad e independencia.
  • El tormento, el desaliento, la amargura y la insatisfacción que generaba la ideología racional se expresan con el aburrimiento vital (ennui, en francés), la angustia existencial (existential angst, en inglés) y el esplín (melancolía, del inglés spleen: ‘bazo’).
  • La aversión hacia la vida, a modo de critica al positivismo ilustrado y a la anomia de la sociedad industrial.
  • Atracción hacia lo oscuro (ver más adelante) y hacia la muerte —de donde Freud extraería su Lebenstrieb y Todestrieb—. En algunas obras, sucede de manera natural —René (1802), Chateaubriand; Julia, o la nueva Eloísa (1761), Rousseau—; en otras, de forma voluntaria (suicidio) —Atala (1801), Chateaubriand; Hernani (1830), Victor Hugo—, y en ocasiones, mediante la pérdida absoluta de la voluntad y el interés por la vida —Obermann* (1804), Étienne Pivert de Senancour—.
«Acostumbrado a ver las flores marchitarse bajo mis estériles pasos, soy como esos viejos a quienes todo ha rehuido; pero más desafortunado que ellos: yo lo perdí todo mucho antes de que yo mismo llegara a mi fin» (Obermann, Senancour).

*Gran influencia de Proust y Unamuno. Posiblemente, uno de los libros más importantes y más ignorados del Romanticismo francés.

La muerte romántica

Desde el punto de vista literario, la muerte representa algo más que un final trágico y dramático. Los protagonistas pueden entregar la vida como cierre del ciclo existencial predestinado, por defender un ideal colectivo (héroe) o a causa de un error (hamartia) que suscitará una reacción emocional con tintes moralistas y purificadores (catarsis) a los lectores.

Empero, durante el Romanticismo, se produjeron varios cambios de enfoque notables. En primer lugar, cuando los protagonistas guindan el piojo, cierran un ciclo de sufrimiento y eluden el determinismo. Después, no defienden un ideal colectivo, sino sus propios deseos pasionales. Y, por último, su hamartia se transforma en una reacción violenta que busca el cuestionamiento de los lectores respecto a la moralidad contemporánea y el nuevo sistema de clases sociales generado por la burguesía.

Quizá, pensarás, si las historias terminasen con un final esperanzador, un «cree en ti, y triunfarás», el Romanticismo hubiera creado modelos motivacionales; iconos inspiradores para una generación entera. Infaustamente, su ideología se cimentaba en el pesimismo, por lo que no quería héroes. Quería mártires; mártires cuyo sacrificio voluntario evocase el rechazo de los cristianos que se inmolaban a fin de no participar en los ritos paganos o la negativa de Catón el Joven a vivir en un mundo gobernado por Julio César.

Bueno, pues este referente lo encarnó el inglés Thomas Chatterton (1752-1770), pícaro poeta de estro diestro y rebelde arruinado por mor del retraso de sus editores en los egenos pagos que le mandaron al otro barrio, de arsénico embriagado, con solo diecisiete años.

«El suicidio tiene un no sé qué de grandioso y de espantoso a la vez».

La piel de zapa, Honore de Balzac.

«Y perdona este último acto de miseria».

Últimos versos, Thomas Chatterton.

Poema escrito antes de su muerte.

«Por eso hice bien en morir».

Chatterton (1835), Alfred de Vigny.

La primera decadencia

Mentir no mentiría si te dijera que una generosa parte de las figuras destacadas del Romanticismo francés (Alphonse de Lamartine, George Sand, Alfred de Musset, Benjamin Constant, Chateaubriand, Napoleón…) habían fantaseado con el suicidio en algún momento de su vida. También, los representantes del resto de naciones: el Werther de Goethe relata un mal de amores que sufrió el autor cuando era joven.

«¿Qué furia me lleva a desear mi propia destrucción?».

Sur le suicide (1786), Napoleón Bonaparte.

No menos cierto es que, mucho antes de la novela del escritor alemán, la literatura ya había empleado el desenlace «a lo Chatterton». Sirvan de muestra Sófocles (Antígona, Edipo rey), varias leyendas medievales (Los amantes de Teruel), Thomas Kyd (La tragedia española) y, por supuesto, Shakespeare (Otelo, Hamlet, Antonio y Cleopatra, Julio César, Romeo y Julieta, Rey Lear, Macbeth, Timón de Atenas).

Aun así, la occisión clásica difiere considerablemente de la romántica en cuanto a su percepción. Verás, desde que san Agustín publicase La ciudad de Dios (426) y extendiese el alcance del quinto mandamiento —«No matarás»— a la propia persona, el suicidio estaba penado por la Iglesia y por el Estado.

Llegada la Ilustración y pasada la Revolución francesa, el suicidio se reconvirtió en un elemento de protesta entre los románticos y un acto reprobable, una debilidad, un síntoma de perturbación mental entre los racionales. Pero no un pecado ni un delito.

Por consiguiente, su presencia aumentó en las novelas y en la prensa. De esta forma, las primeras provocaron un efecto de imitación con su ficción, mientras que las noticias informaban de casos relacionados con la nobleza y la clase media, obviando los de la baja. O sea, le confirieron condición de grandeza, bien por su valor lírico, bien por su estatus social.

A tenor de la alarmante proliferación de suicidios, las autoridades presionaron a los novelistas y periodistas a fin de que moderasen su influencia sobre la población. Solo que esto te lo contaré en la última entrega. De momento, necesitas conocer el otro elemento literario fundamental de los malditos franceses y su decadencia.

La novela gótica

A los ilustrados y, previamente, a los renacentistas, la Edad Media gracia no les hacía. De hecho, acuñaron los términos barroco (del portugués barroco: ‘perla con forma rara’) y gótico (por los godos que acabaron con la decadente Roma) para referirse a la prosa y al arte de esta época.

No satisfechos aún, introdujeron la idea de que la Alta Edad Media fue «un periodo oscuro», sumido en el simbolismo, la superstición y la barbarie. Por suerte, el Humanismo y la Razón iluminaron al mundo —es decir, una parte de Europa— y nos salvaron de ese caos zafio.

De pronto, y en 1764, se publicó una novela titulada El castillo de Otranto, obra de Horace Walpole, escritor inglés a quien Chatterton, posteriormente, intentaría timar con una de sus falsificaciones medievales firmadas por un tal Thomas Rowley.

Según el autor —político, en realidad—, la historia surgió después de un sueño donde se le apareció una mano con armadura en el interior de un castillo. No te sorprendas; Walpole, apasionado medievalista y coleccionista de antigüedades, se estaba construyendo un castillo estilo neogótico (Strawberry Hill House, Twickenham, Londres). Así que, no resulta extraño que su inconsciente escogiera ese argumento.

Los malditos franceses y su decadencia
Strawberry Hill House
Acuarela de Paul Sandby (siglo XVIII).
Fuente: By Paul Sandby – Public Domain.

«¿Solo es un fantasma lo que has visto?».

El castillo de Otranto, Horace Walpole.

Impacto de la novela gótica en el Romanticismo

Esta «historia gótica» —subtítulo en la segunda edición de la novela—, además de recuperar la tradición popular de los cuentos de hadas y seres fantásticos, inauguró un género… A ver, cuando escriba el artículo sobre la literatura gótica, matizaré este aspecto. De momento, quédate con que la visión desdeñosa de los ilustrados hacia el pasado propició la aparición de un estilo literario nuevo. Y este se caracterizaba por:

  • Protagonismo absoluto de lo sobrenatural.
  • Predominio de la imaginación por encima del razonamiento lógico.
  • Imitación de la prosa medieval (una de sus etiquetas era «romance moderno»).
  • Historias oscuras —en contraposición a la luz ilustrada—, caliginosas, lóbregas y misteriosas (otra etiqueta: «ficción terrorista») que ensombrecen una pasión amorosa.
  • Ambientación en edificios y época góticos (de ahí, «novela gótica»).

En esencia, este tipo de novela, al igual que la romántica, criticaba al Neoclasicismo. Con la salvedad de que sus lectores «morían» de miedo en lugar de tirándose por un puente, un disparo en la sien o envenenándose.

Ahora, relee los puntos del listado y retenlos en tu cabeza, ya que la literatura gótica despertará en breve el interés por lo morboso, por lo nocturno, por lo oculto… y por la relevancia de una ambientación adecuada.

El origen de los malditos franceses y su decadencia

Los Baudelaire, Rimbaud y compañía no surgieron de la nada ni inventaron un movimiento nuevo. Así que, contén tu impaciencia, respira y visualiza al dios Visnú. Eso es el Romanticismo; los malditos franceses y su decadencia serían Mojiní, uno de sus avatares. Vamos, una manifestación concreta de una idea más extensa.

Tanto, que el origen de su nombre se remonta a finales del XVII, periodo en el que se denominó romanesque (el estilo arquitectónico previo al gótico) a la literatura extravagante que imitaba el estilo del romance y de la fábula. Empero, en 1745, cambió su connotación despectiva por la de pintoresco, después de que Abbé Leblanc definiera como «romantic» al nuevo estilo de jardín inglés.

Así pues, no te extrañe que Rousseau ampliase su alcance semántico cuando la empleó para referirse a las orillas del lago de Bienne (Réveries du Promeneur Solitaire, 1777), otorgándole el significado de ‘lugar o paisaje que evoca en la imaginación la descripción de poemas y novelas’.

Mas, aguarda, ya que falta la persona que tendría el honor de erigir a esta palabra en la etiqueta de la corriente cultural que circulaba por la Europa ilustrada. Y, con ella, nos adentraremos en la larga senda de la decadencia francesa.

La primera hornada de malditos franceses y su decadencia

A excepción de Félenon (Telémaco, 1699), Abbé Prévost (Manon Lescaut, 1731) y el citado Rousseau, el Romanticismo no permeó en las letras francesas. Sí calaron, en cambio, las obras provenientes de Inglaterra, Escocia o Alemania, naciones menos acorazadas en la tradición literaria neoclásica.

De este modo, el espíritu idealizado sopló entre los intelectuales galos a través de los mitos celtas de James Macpherson (Ossian, 1765), la pasión letal de Werther o la poesía de Edward Young (Night thoughts, 1742-45), autor que reaparecerá en la penúltima entrega de «Los malditos franceses y su decadencia». ¡Ah! Me falta el monólogo de Hamlet, perdón; influencia asaz notable en la época, pese a que el teatro isabelino antecedió al Romanticismo.

Con todo, lo llamativo del nacimiento de este movimiento en Francia corresponde a su detonante, pues no lo provocó la Revolución Industrial (caso de Reino Unido) ni el sentimiento nacionalista (caso de Alemania), sino el enfrentamiento entre una intelectual y un militar.

Una mente privilegiada

Posiblemente, el nombre de Germaine Necker no te suene de nada, porque así se llamaba esta mujer hasta que se casó con el barón Erik Magnus Staël, diplomático sueco. A partir de entonces, se la conocería como Madame de Staël.

«Madame de Staël dijo: “En la vida, una persona debe escoger entre el aburrimiento o el sufrimiento”».

Los Soprano.

Criada en un entorno de alta erudición —su madre la educó con las enseñanzas de Rousseau mientras organizaba salones donde acudían Voltaire y Diderot—, el matrimonio le sirvió para hacerse la sueca y salvar su preciada cabeza cuando, estando embarazada, espantó de la embajada a la policía de la Comuna con su piquito de oro.

Resumiendo, la inteligencia, personalidad y entusiasmo de esta pasional aristócrata liberal la convirtieron en uno de los más importantes referentes intelectuales, políticos y sociales de su época. Por desdicha, sus ideas chocaron con las de otra celebridad que ambicionaba su misma gloria de poder. Solo que esta persona recurrió al ejército en lugar de a su cerebro para obtenerla.

En efecto: Napoleón Bonaparte, que llevaba muy mal que de Staël no le adulase como el resto de la nobleza. Bueno, y las críticas que le cascaba. O que fuera más lista que él. O su condición de mujer.

Así que, el corso se pasó el «Liberté, Egalité, Fraternité» por el arco del triunfo, y ordenó el destierro de su némesis, seguido de una orden de alejamiento de París. Luego, los dos conquistarían Europa. Uno, con la Grande Armée. Ella, con su irresistible talento.

El grupo de Coppet (1804-1810)

De Staël se exilió en Coppet (Suiza), donde montaría un salón que, en palabras de Stendhal, equivalía a «Los Estados Generales de la opinión europea». No en vano, aquí se formó el grupo de oposición a las políticas de Bonaparte. Pero, también, el Romanticismo, término que la baronesa popularizó a raíz de estas reuniones.

Por tanto, Coppet ejerció de epicentro cultural, social (de Staël se suele considerar la precursora del feminismo), filosófico y político europeo. Gracias a esto, el continente descubriría la exaltación del Romanticismo alemán y, en buena medida, los nuevos géneros de sus vecinos británicos.

La lectura de estas obras abrió la senda del Romanticismo francés, definido por los elementos narrativos que has leído en los apartados anteriores. Igualmente, comenzaron a prestar atención a los estéticos, factor crucial a la hora de entender la decadencia de la segunda mitad del XIX.

El legado literario de Coppet (1804-1810)

  • Madame de Staël: Delphine (1802), al estilo de Werther, crítica sobre los límites de la libertad que sufrían las mujeres en la sociedad aristocrática; Corina o Italia (1807);* Sapho (1811); Alemania (1813), el introductor del Romanticismo germano; y Réflexions sur le suicide (1813), que transformó la percepción negativa de la muerte «a lo Chatterton» en Europa.
  • Chateaubriand: Atala (1801), René (1802), El genio del cristianismo (1802).
  • Benjamin Constant: el principal filósofo francés del Romanticismo primigenio. Adolphe (1816), Cecile (1951, póstumo).

*Frasquita Larrea adoptó el nom de plum de Corina por esta novela. Curiosamente, su hija, Cecilia Böhl de Faber, también firmaría su obra literaria con un seudónimo: Fernán Caballero.

El triunfo de Coppet

Nadie dudaba en el exilio de que la novela francesa necesitaba una renovación. Los tiempos y la sociedad habían cambiado. Solo que no como hubieran deseado. Aun así, esa situación podría revertirse, modernizando la literatura anclada en el Neoclásico, de tal modo que vivificase sus objetivos políticos mientras vilificaba el estatus contemporáneo.

Por consiguiente, imitaron el estilo y contenido de las obras foráneas que triunfaban en Europa. Es decir, pusieron más empeño en reclamar sus derechos que en el aspecto creativo. Lo cual, a mi parecer, refleja que su pasión, más que de una melancolía fantástica, derivaba de una insensibilidad elefantiásica. A ver, fomentaron una avalancha de suicidios entre la población únicamente para recuperar el poder perdido.

«Somos criaturas tan volátiles que, al final, sentimos sentimientos que fingimos».

Adolphe, Benjamin Constant.

En cualquier caso, Napoleón les echó un cable en Waterloo. Su derrota propició la vuelta de los borbones (1814), quienes adaptaron el sistema antiguo a las circunstancias del siglo. Y todos fueron felices desde entonces.

Je, je; es broma. Recuerda lo que comenté en el artículo sobre Wagner: ten cuidado con aquello que desees. Pues, no bien la Restauración encendió el entusiasmo, poco tardó en quemarlos con el desencanto. Y este creó el entorno apropiado para una segunda oleada de espíritu romántico.

Breve inciso situacional

Literatura y aristocracia, históricamente, siempre han ido de la mano. No en vano, antes de la invención de la imprenta, un libro costaba 53 chelines en Inglaterra (1100). Compáralo con los 50 de un caballo de guerra, los 100 que ganaba un cura al año y los 6 de un ayudante de cocina.* En consecuencia, se trataba de un lujo al alcance de pocos. Y, donde pone pocos, me refiero a la nobleza.

Verdad dices con que el invento de Gutenberg abarató su precio. De acuerdo; pero olvidas un factor más relevante que el económico. Venga, que es fácil. De hecho, lo estás haciendo ahora mismo. Muy bien: saber leer; una habilidad al alcance de pocos. Y, donde pone pocos

«El emperador Maxiliano II envió sus libros al desván porque ya no formaban parte de su léxico de ostentación».

La biblioteca, una historia frágil, Andrew Pettergree y Arthur der Weduwen.

Aun cuando la Ilustración redujo los porcentajes de analfabetismo —y la condición de artículo de lujo de los libros— la nobleza continuó marcando la tendencia cultural. Esto, para un escritor, suponía fama, reputación y promoción internacional. Bueno, si les gustaba tu obra. De lo contrario, recibirías una «reprimenda». Por ejemplo, el gobierno francés mandó a la hoguera todas las copias de Manon Lescaut (obra citada en el apartado de «La primera hornada»).

A lo que iba; el grupo de Coppet (de Staël y Constant, sobre todo) no se limitó a copiar novelas de otros. También elaboró el manifiesto —quédate con esta palabra— de la nueva literatura francesa. En definitiva, indicaron a los escritores el contenido y la forma que deseaban para la próxima moda.

*El caballero en la historia, Frances Gies.

No te pierdas la segunda parte de «Los malditos franceses y su decadencia»

Tentado estaba de adentrarme en la segunda decadencia. Empero, debido a la cantidad de nombres y estilos que contiene, juzgo prudente detener mi narrativa ahora.

A modo de anticipo, el siguiente artículo sobre «Los malditos franceses y su decadencia» te fascinará. Que sí; ya lo verás. Salen los nombres y obras más conocidos del Romanticismo. También, los motivos por los que este estilo se escindió en el realismo. O el papel que jugó España en la producción literaria gala.

Sin más, aquí me despido. No te olvides de pintar de rojo romántico al corazón que palpita exiliado bajo la sombra del titular. Y, ya, si te tiras el rollo, compárteme en tus redes sociales. Merci!

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