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Despacio, casi sin hacer ruido… Bueno, la verdad es que sí que se hicieron oír los autores de los malditos franceses y su decadencia: cuarta parte. Fíjate; hasta cambiaron la jerarquía literaria de su época.

Pero, tasquemos el freno, pues anticipar resultados nunca fue bueno. Primero, nos adentraremos en dos oscuros misterios. Uno, el que provocó la evolución del movimiento. El otro, la causa de su desaparición, al margen de la saturación.

El último, ya aviso, se resolverá en la siguiente entrega. Aun así, mantén los ojos bien abiertos; he escondido pistas a lo largo (y no exagero con el tamaño) del texto. Espero que disfrutes con la investigación y que yo vea un corazón palpitando bajo las tinieblas del titular cuando termines la lectura. De lo contrario… No; guardaré silencio. Tan solo recuerda que haberlas…, haylas.

Los malditos franceses y su decadencia: cuarta parte

Desde la caída del primer Napoleón (1814) hasta el ascenso del tercero (1848), la literatura francesa entró en la fase de Romanticismo 2.0. Pero no reemplazó a la primera hornada de autores, sino que compartió con ellos dieciséis años en paralelo.

Consciente soy de que la frase que cierra el párrafo previo suena a chorrada, pues resulta obvio que los escritores no desaparecen en cuanto surgen otros. Empero, tú, quien me lees, persona sagaz, licurga y xecuda, cuyo lumínico intelecto refulge donde el resto de los mortales se rinde ante lo insabible, habrás entendido el motivo por el que… ¡¿Cómo?!

«Todo es inútil en mi vida, hasta el dolor».

Ourika, Claire de Duras.

«Desde hoy, preferiré mil veces la muerte a tener contigo el menor trato».

Manon Lescaut, Abate Prevost.

Canastos, quizá te convenga repasar la cronología de «Los malditos franceses y su decadencia». Así, verás que (casi) todos los integrantes de la segunda hornada nacieron después de la revolución de 1789. Por tanto, se criaron bajo la gloria territorial, ideológica y reformista del imperio bonapartista, atisbaron el tímido arranque de la industrialización y vivieron la convulsión política de una Restauración contra la que se enfrentarían en dos ocasiones: 1830 y 1848.

En consecuencia, pese a que esta generación respetó las directrices estilísticas de sus predecesores, durante su etapa inicial se advierte el sonido de la anacrusa que caracterizaría la futura melodía romántica. Y, por si mi filis confundiere la comprensión del texto, recurriré a llanas, humildes y sencillas palabras para contarte qué y quiénes provocaron el cambio.

Teoría, eventos históricos e influencias literarias

Vayamos a Viena. Aquí, en 1808, August Wilhelm von Schlegel* leyó su Vorsesungen über dramatische Kunst und Literatur ante una audiencia donde se encontraba madame de Staël. Al margen del amplio contenido teórico, su obra sugería un acercamiento más realista y creativo en la escritura, empleando la herencia cristiana a modo de fuente de inspiración artística y moralizante.

Cabe decir que esta propuesta recuperaba las ideas de Gotthold Ephram Lessing, quien alababa a Shakespeare por perseguir la veracidad histórica (ejem, ejem) y por no seguir las indicaciones de Aristóteles respecto a la obra dramática (ejem, ejem que explicaré más adelante). Tan solo difería respecto al tema de la religión, ya que Lessing opinaba que aquello que se representaba en una iglesia se quedaba en la iglesia a fin de no levantar las iras de los fanáticos.

En resumen, Schlegel abogaba por una coherencia literaria que evitase los excesos de la subjetividad y de la imaginación del autor. Esto es:

  • Rigor histórico en la interpretación de leyendas o romances.
  • Reemplazo de la mitología pagana por el cristianismo.
  • Reducción de las alegorías fantásticas que habían desbordado los límites de la realidad con un universo supersticioso, mágico y demoniaco.

«Siempre hay un maldito fantasma».

El bufón, Christopher Moore.

Caso, lo que se dice caso, no le hicieron. Aun así, estas sugerencias captaron el interés de madame de Staël, quien las trasmitiría en su De L’Allemagne (1810). O, mejor dicho, lo intentó, pues la policía imperial la incautó y la destruyó.**

*Hermano de Friedrich Schlegel, el filósofo del Romanticismo alemán más destacado.
**Napoleón entendió que esta obra, donde de Staël le comparaba con Atila, ninguneaba su victoria en Jena.

Una explicación necesaria

Antes de que canonices a Schlegel, recuerda que era alemán. Es decir, creía más en la lógica que en una religión de la cual poseía una visión asaz idealizada. Según su razonamiento, si el Romanticismo desdeñaba el clasicismo ilustrado, debía honrar el periodo medieval tanto en sus aspectos históricos como en sus creencias. Ya está. No esquises… Perdón, se me ha colado un verbo arcaico. No busques conspiraciones raras.

Por otro lado, De L’Allemagne emuló a la gallina de santo Domingo de la Calzada, la que cantó después de asada. ¿Un milagro? ¿Tal vez su editor salvó una copia? ¿O quizá la autora había guardado el borrador en Coppet, previendo el calentón del emperador? Escoge la opción que prefieras. Solo sé que primero se publicó en Londres (1813) y, tras la caída de Napoleón, en Francia.

A fe que obtuvo un gran éxito, que introdujo a los autores del Romanticismo alemán en la nación y que sirvió de referencia a la segunda hornada de escritores románticos. Empero, un viejo conocido había allanado el camino al giro religioso, allá por 1802. En efecto, nuestro amigo Chateaubriand, el Lorenzo Lamas de los salones literarios, con El genio del cristianismo.

De todas formas, el sentimentalismo mantuvo su rol crítico de las normas sociales. Fíjate cómo serían, que Sophie de Condorcet, viuda del filósofo, nunca se casó con Claude Fauriel,* pues él no era noble y su enlace supondría una humillación para ella.

Los malditos franceses y su decadencia: cuarta parte
Claude Fauriel, «El hombre más guapo de París», según Stendhal.
Fuente: Public Domain.

*Echa un vistazo a las citas de «Los malditos franceses y su decadencia: segunda parte», a ver si lo encuentras.

Presto, con juicio

¡Anda! Qué casualidad. Mentira. Calla, voz interior. Mira tú por dónde que esta pareja abrió sus puertas a Giulia Beccaria —hija de Cesare Beccaria— y a su amante, el poeta Carlo Imbonati, que habían salido de Milán meses después de que Napoleón entrase en esta ciudad (1796). Atrás dejaba ella a su exmarido, los problemas familiares… y a su hijo Alessandro.

Infaustamente, Giulia se topó con dos desgracias: los celos de Sophie y el cólico biliar que se llevó a su amante a la tumba en 1805. Eso sí, antes de entregar el carné, Carlo, arrepentido por haber abandonado a Alessandro —y preocupado por dejar a su pareja sola—, le escribió una carta para que los visitase en París.

El joven en cuestión se trataba de Alessandro Manzoni, figura clave del Romanticismo italiano (Los novios, 1827), reformador teórico y estético del movimiento, anticlerical reconvertido en filósofo del cristianismo, y el responsable de que mi amigo Morgan hable el italiano actual. Así es; Garibaldi uniría al país, pero Manzoni unificó el idioma con el dialecto florentino. Evidentemente, por la obra de Dante influido.

Misa de Requiem
Verdi compuso esta obra tras la muerte de Manzoni. Dies Irae es el estribillo. Se supone que el texto procede de un himno de Tomás de Celano, fraile y compañero de san Francisco de Asís. O de Latino Malabranca Orsini, sobrino del papa Nicolás III.

De esta suerte, Manzoni conoció y entabló una estrechísima amistad con Fauriel, quien le introdujo en el círculo intelectual romántico. Para agradecerle toda la ayuda y consejos que le prestó, el autor transalpino le dedicaría El conde de Carmagnola (1820), drama en el que aparecen, por primera vez, sus innovaciones literarias.

*I promessi sposi.

Qué hizo Manzoni

Manzoni llevaba tiempo debatiendo consigo mismo acerca de los problemas que aquejaban a la literatura romántica. Solo que no había leído ni estudiado libros como De L’Allemagne, los Cursos de literatura dramática de Schlegel, la Poética de Aristóteles ni el trabajo de Lessing o de Shakespeare.

Bueno, pues a esto se dedicó entre 1810 y 1817, y se percató de que:

  • Los alemanes se perdían de exaltados. Los franceses, de prepotentes. Por tanto, su sentimentalismo causaba impacto, pero obviaba el mensaje moral de las emociones.
  • Las normas sobre el uso de las unidades aristotélicas (acción, tiempo y lugar) no procedían de Aristóteles, sino de los neoclásicos.
  • A la coherencia que reclamaba Schlegel le faltaba algo que le sobraba a Shakespeare.
  • La mitología contradecía el principio de realidad por obsoleta.
  • El cristianismo comunicaba el mensaje de «libertad, igualdad y fraternidad» con mayor fuerza que los revolucionarios.

«Querida —respondió madame de Bargeton— monsieur de Rubempré va a recitarnos su «San Juan en Patmos», un magnífico poema bíblico».

Ilusiones perdidas, Balzac.

Acto seguido, desarrolló una teoría literaria que requerirá cierta dosis de paciencia por tu parte antes de comprenderla. De momento, aquí tienes sus puntos básicos: (1) El arte debe tener un propósito moral y educativo. (2) Para tener un valor espiritual, el arte debe representar la verdad.* (3) La verdad no es subjetiva. (4) La tarea del poeta consiste en representar objetiva y fidedignamente esa verdad.

*«Verdad» significa «historia».

Qué significa lo que hizo Manzoni

El planteamiento teórico del italiano supuso para la novela moderna lo que la piedra filosofal para la alquimia. O sea, una combinación de elementos (religión, arte, moralidad, emociones, realidad e historia) a través de los cuales se obtiene el oro de la ficción literaria.

La parte fácil (historia) reza así: «La esencia de la poesía no consiste en inventar hechos». En este aspecto, Manzoni comparte la idea de coherencia de Schlegel. Aunque, a fin de diferenciar la labor de un escritor de la de un historiador, especifica que el primero rellena los huecos del segundo con su sensibilidad e imaginación. Si has leído a Shakespeare, el Iacobus, de Matilde Asensi o el Sinuhé, el egipcio, del finlandés Mika Waltari, sabrás a lo que se refiere. En caso contrario, lee más.

Esa sensibilidad e imaginación equivalen a una voz que transmite valor y sentimientos humanos a los acontecimientos históricos. Mas, cuidado; sin perder la belleza poética (arte). Aquí, claramente su referencia son los versos de Shakespeare y los romances medievales.

La parte menos fácil corresponde al rol de la obra como espejo de los misterios existenciales. Quidicir, «la tragedia nos representa». Así pues, el autor mostrará la verdad de la vida (realidad) con sus virtudes y errores, lo que provocará que los personajes sufran conflictos internos por mor de fuerzas reales pero incontrolables (emociones) que, en lugar de levantar pasiones eróticas —es decir, derivadas del amor—, estimularán una reflexión juiciosa, sentida, real e individual (moralidad) entre la audiencia o los lectores. Esta vez, su influencia no es Shakespeare, sino Hamlet y la catarsis clásica.

Espero que esta gotita de humor haya refrescado un poco a tu cerebro. Porque falta el último arreón intelectual. Y, este demandará mucha… No; muchísima… Tampoco; muchérrima concentración.

Continuación

¿Alguna vez has practicado meditación? Pues Manzoni transformó el prana en drama y al conjunto de técnicas de respiración en una tragedia de cinco actos. Esto es, el método más estresante posible, ya que Shakespeare le había enseñado que la personalidad verdadera solo se manifestaba cuando la reclamaba la desgracia.

Así, desvió la romántica contemplación externa de la naturaleza hacia la observación interna. Tal estado de conciencia agitada, según él, reforzaba el mensaje de crítica social, dado que el individuo reaccionaba, se implicaba y participaba en la situación con todos sus sentidos (recuerda el sensismo de Condillac) y, cuestionablemente, libre de la subjetividad del autor.

Vale; esto ha sido una explicación más profunda del elemento moral. Empero, alcanzado ese summum físico y emocional, Manzoni entendió que la literatura debía aspirar a algo superior; a algo metafísico, trascendental e íntimo (religión): que la persona percibiese su alma —naturaleza real de su ser— y su destino —fin personal y espiritual**—.

«El hombre no ha inventado la muerte […]: viene de Dios, y Dios la envía con consuelos que no están al alcance de la mano del más alto mortal».

El conde de Carmagnola, Manzoni.

De esta manera, la pieza trágica ascendió de representación artificial a reflejo realista de lo que Inocencio III** definió como «la miserable condición humana» (Liber de contemptu mundi, sive De miseria humanae conditionis, siglo XII).

*«Niyati», en el hinduismo.
**El papa que ordenó la cuarta cruzada y la albigense. Además, aparece en MuArte.

Y ya

Un segundo, que Manzoni también aplicó la regla de oro del club del salón: no hay reglas. De ahí que se saltase las pseudonormas neoclásicas que indicaban que toda obra dramática se componía de tres actos y respetaba la combinación de las unidades aristotélicas (acción, tiempo y lugar).

Bueno, él optó por cinco actos y por la ruptura entre la unidad temporal y situacional. Esta alteración de formato, lejos de ser un detalle sin importancia, generó revuelos, abucheos, trifulcas y censuras en los teatros parisinos. Ni te imaginas la que se lio el día que Victor Hugo estrenó Hernani (1830) con esta nueva estructura romántica.

Primera remesa de autores

Supongo que agradecerás un descanso tras esta «charlita» teórica. Así que, pasaré a los autores que, a lomos del antiguo y moderno Romanticismo, llenaron de drama lírico la primera mitad del siglo.

El 5 de noviembre de 2018, el jardín botánico de Metz incorporó la Rose Amable en el recinto; un híbrido de rosa creado en 1851. Y su nombre homenajea a la gran escritora de la ciudad: Amable Tastu.

Filete Chateaubriand.
Al padre del Romanticismo se le honra en un tipo de corte de carne. Pero es posible que el nombre provenga de un error fonético.
Fuente: FotoosVanRobin from Rotterdam, Netherlands, CC BY-SA 2.0, via Wikimedia Commons

No te extrañes; a Tastu le apasionaba la botánica casi más que a Linneo. Su verso no se lee; se respira. Te embriaga. Es perfume hecho palabra, plagada de flores, aromas y fragancias (El narciso, 1815; Las hojas del sauce, 1822).

Empero, aunque su poesía (Poésies, 1826) rezume sensibilidad y delicadeza, el pétalo de su estro no se marchita con la elegía o la épica. Ni la prosa, puesto que escribió artículos de prensa (Mercure de France, La Muse française), guías de viaje y cuentos para niños.

Conexiones familiares

En este último género coincide con su madrastra, Élise Voïart. Solo que esta dama, aparte de llevar un salón literario —donde acudía Adélaïde Dufrénoy, el supuesto azote de los corsarios turcos y mentora de Amable*—, triunfó con la novela histórica (La Vierge d’Arduène, 1821). No en vano, la apodaban la Walter Scott de la Lorena.

Dueña de un corazón inmenso,** recopiló cuentos de hadas con su hijastra cuando quebró la imprenta de su yerno (¿yernastro?), y prestó su pluma a los periódicos femeninos: Journal des dames, Journal des demoiselles y Journal des jeunes personnes.

Curiosamente, Voïart tradujo El Robinson suizo, de Johann David Wyss (1812). Digo esto, porque Tastu hizo lo mismo con Robinson Crusoe (Daniel Defoe, 1719). Lo cual me viene mirífico para recuperar su historia.

*Las dos escribirían Le livre des femmes (1823).
**Acogió en su casa a un arruinado Rouget de Lisle, compositor y letrista de La Marsellesa.

Amable y admirada

Que L.E.L* y madame de Récamier te traten como a una hermana confiere reconocimiento. Que Victor Hugo y Chateubriand te dediquen dos poemas —Moisés en el Nilo y Camoëns, respectivamente— te da prestigio. Pero, que Sainte-Beuve (Port Royal, 1843-1859) admire tu trabajo implica que tu obra zarpará rumbo al éxito.

Me explico; aun cuando los editores y los autores pagaban por la opinión de los expertos o por la de un influencer, como ahora, existían personas de palabra honesta, valorada y unánimemente respetada. Y, durante el Romanticismo 2.0., la de Charles Augustin Sainte-Beuve se consideraba sagrada.

Para este caballero, la crítica consistía en «ofrecer un retrato vivo del autor para comprender y juzgar la obra en la que este autor, incluso a pesar suyo, se ha manifestado» (Gustave Michaut, Sainte-Beuve avant les “Lundis”», 1903).** Aunque, y esto conviene aclararlo, especificó que un libro no representaba a quien lo escribía. Otra cosa es que sus seguidores entendieran lo contrario.

A lo que iba; Sainte-Beuve veía el talento igual que huelen las trufas los cerdos. Si le gustaba lo que leía, fuese de hombre, mujer o mujer suplantando la identidad de un hombre, así se lo comunicaba al público, alabando su poesía. Esto es, su sensibilidad artística.

Gracias a esto, las bas-bleu (mujeres de letras e intelectuales, como Tastu) y otros escritores escaparon del ostracismo al que la mayoría de los críticos les había sometido. Infaustamente, la historia no le ha perdonado su desdeño hacia quienes su prosa no era cónsone al movimiento: Balzac, Stendhal y Baudelaire.

*Letitia Elizabeth Landon, apodada La Byron por su estilo de vida.
**Este estudio sobre la mente del autor —retratos literarios— desarrollaría un sistema que, posteriormente, emplearía la psicología y la terapia.

La maldita francesa decadente

Con el tiempo, las bas-bleu pasaron de pléyades respetadas a «marisabidillas literarias», definición de Verlaine en Los poetas malditos (1884). Salvo una.

Retrato de Marceline Desbordes-Valmore (1811).
Constant Joseph Desbordes (su tío).
Fuente: Par Constant Joseph Desbordes – FreeCorp, Domaine Public.

«Marceline Desbordes-Valmore es digna por su oscuridad aparente, y también absoluta, de figurar entre nuestros poetas malditos».

Los poetas malditos, Verlaine.

A diferencia de Tastu, su amiga íntima, y de Dufrénoy, su mentora, Desbordes no provenía de clase alta ni regentaba un salón. De hecho, se ganaba los cuartos cantando y actuando —era Rosine en El barbero de Sevilla—. Bueno, y escribiendo poesía infantil, género aceptado para su sexo. Hasta que prescindió del adjetivo.

Habida cuenta del encono hacia las mujeres que ejercían el arte masculino por antonomasia (la poesía), imagínate lo que la sociedad opinaba respecto a una vate de baja estofa. ¡Osadía! Encima, madre antes que esposa de otro hombre ajeno al padre.* ¡Pecatriz!

De acuerdo; tal vez careciera de clase, pero daba lecciones con su poetría. Impecable en la técnica, original en el contenido e innovadora del estilo —introdujo el endecasílabo en Francia—, conjugaba tamaña excelencia de talento y estro que hacía literal la expresión la hostia en verso.

*La familia de su prometido la rechazó debido a su profesión. De nada sirvió que tuvieran un hijo. Luego, se casó con el actor Prosper Lanchatin (nombre artístico: Valmore), si bien el corazón (y cuerpo) de Desbordes pertenecía al poeta Henri de Latouche, quien publicó la obra de Chénier (1819), animó a George Sand al principio de su carrera y se hizo pasar por Claire de Duras a fin de colar un relato suyo (Olivier, 1826) asaz disoluto. Le pillaron, afortunadamente.

Notre-Dame-des-Pleurs

¿Muy soez el cierre previo? Pues así exclamaron madame de Récamier, Victor Hugo, Alexandre Dumas (escribió el prefacio de Les Pleurs, 1833), Balzac, Lamartine y, por supuesto, Sainte-Beuve cuando leyeron Elegías, Marie y romances (1819). Solo que, en francés. Y empleando otras palabras.

Animada por la fabulosa acogida de su primera y primorosa obra, la todavía no maldita francesa alternó la lírica (Poésies de madame Desbordes-Valmore, 1820) con la prosa (Les Veillées des Antilles, 1821). Sabia decisión; a partir de 1823, abandonó el teatro para vivir de la escritura: Élégies et poésies nouvelles (1824), Les Pleurs (1833), Pauvres fleurs (1833)…

Pues, sí; Desbordes lo bordó y desbordó su mal du siècle entre sus contemporáneos. Tanto, que la apodaron Nuestra Señora del Llanto. Aunque, parafraseando a Sainte-Beuve y Verlaine, ¿cuánta de esa oscuridad sentimental emanaba de la autora?

«Las voces ya no tienen sus dulces acentos. Nada me conmueve, nada me alarma. ¡Ah! Si ya no tengo una lágrima, ¿es felicidad lo que siento?».

L’accablement, Marceline Desbordes-Valmore

Todo iba relativamente bien hasta que empezó a ir relativamente mal

La verdad, bastante. Verás, tres años después de su nacimiento (1786), su padre, Félix Desbordes, perdió su trabajo, ya que la Revolución no demandaba artistas heráldicos. Arruinados ellos, y con trece años ella, su madre, Marie Catherine Lucas, la puso a trabajar de actriz y se la llevó dos años de gira por Flandes a fin de obtener dinero para un pasaje. Destino: isla de Guadalupe, donde residía su primo; a la sazón, rico.

A las Antillas arribaron, y de hermosos paisajes y un clima agradable disfrutaron… alrededor de diez minutos . El primo había mentido sobre su fortuna, ellas contrajeron la fiebre amarilla y estalló una épica revuelta, encabezada por Louis Delgrès.*

Tras enterrar a su madre, víctima de la enfermedad, Marceline regresó a Francia. A bordo de ese barco le acompañó la muerte y, cuando la hija se convirtió en madre, se llevó a cuatro de los cinco que salieron de su vientre. Una vez leído esto, te costará menos comprender el siguiente apartado.

El barón Jean Louis Alibert realizando la vacunación contra la viruela en el Chateau de Liancourt (c.1820).
Constant Joseph Desbordes.
Marceline aparece en el cuadro sosteniendo a su bebé.
Fuente: Par Constant Joseph Desbordes – Publié dans Agenda des Fraçais, tome 2, Encyclopédia Universalis, 1994 – Musée de la Chartreuse, Douai, Domaine Public.

*Causa: Napoleón había reinstaurado la esclavitud en las colonias.

La lírica desbordiana

En esencia, la vasta, vastísima, vastérrima obra de Desbordes conforma una visión holística de la mujer a través de un coro de cuatro voces:

  • El arquetipo literario, que conocía de sobra debido a su experiencia en los escenarios.
  • La hija.
  • La madre.
  • La suya, reivindicativa de su género e independiente.

De este modo, reproduce un ciclo palingenésico de deseo, amor, libertad y sufrimiento, casi siempre ligado a los conceptos de maternidad, espiritualidad e identidad. Dado que toda explicación de esta frase derivaría inexorablemente en cinco volúmenes de tesis y en el uso del término trascendentalismo sáfico, quédate con que relata la cosmogonía de la feminidad mientras satiriza los defectos de su sociedad.

En cuanto a la estética, al margen del endecasílabo, destacaré dos elementos. El primero, el baile de voces. Desbordes entremezcla narradores en los versos a fin de expresar diferentes sensibilidades. A veces, prescindiendo del género, por lo que el lector ignora si quien habla es un hombre, una mujer, ella o una persona joven.

Confuso; no lo negaré. Pero efectivo. Mediante esta cacofonía ordenada, obtiene el efecto holístico citado al tiempo que equipara el pensamiento masculino con el femenino, y viceversa. Es más, a veces prescinde de las personas, sustituidas por animales (Rebelión en la granja, George Orwell, 1945) para criticar sin ser censurada.

El segundo, en cambio, igualmente relacionado con las técnicas de evasión de la policía cultural, la convirtió en una maldita decadente. Me refiero al simbolismo, un recurso que llamó la atención del examante de Verlaine: Rimbaud. Su pareja siquiera conocía a Desbordes. Y eso que, en su época, la pintiparaban con Lamartine y Victor Hugo.

Más autores del Romanticismo 2.0.

Rebobinemos un segundo hasta 1799. Charles-Julien Chênedollé y la hermana de su buen amigo Chateaubriand —exacto: Lucilese enamoran perdidamente. Así que, él le pide la mano, esperando un «Sí» de sus labios. Un «No, desgraciado» le dejará desconsolado.*

Años después (1820), publicó Études poétiques. En caso de que te rasques la cabeza pensando qué obra marca la frontera lírica entre el viejo y el nuevo Romanticismo, deja las uñas quietas. Es esta. Aunque, también la fama le rechazó, privándole de la gloria que anhelaba.

Queda claro, a tenor de lo contado, que Chênedollé poseía talento y encanto. Pero no suerte. Especialmente, en el ámbito literario, dado que sus Études coincidieron con las Méditations poétiques, magnum opus de Lamartine,* el Desbordes masculino.

Todo lo contrario le sucedió a aquel a cuyo padre guillotinaron junto a Lavoisier; aquel que se autoproclamó heredero de Chateaubriand; aquel que rivalizó en éxito con Victor Hugo; aquel al que apodaban «el príncipe de los románticos» o «el nuevo Ossian», y aquel que ponía dos títulos en la cubierta en lugar de uno: el del libro y el suyo.

Si consideras excesiva esta presentación, desconoces el ego de este caballero, tan desmedido como su nombre: Charles-Victor Prévot, vicomte d’Arlincourt. O como las veintisiete ediciones que sacaron de El solitario (1821), su primera novela, a las que se sumarían luego las traducciones en alemán, inglés, español, holandés, ruso, portugués, italiano, danés, polaco y sueco.

Tamaña burrada para la época (y el siglo) derivó en un nuevo título: el rey del bestseller, pues semejaba a un alquimista que transmutaba en oro todo lo que escribía: El renegado, (1822); Ipsiboé, (1823), El extranjero, (1825)…

*Le dio calabazas porque Chênedollé ya estaba casado. Tras la muerte de Lucile (1804), se desposó con Aimée de Banville (1810), lo que le hizo muy feliz y bígamo. Respecto a Lamartine, ver: «Los malditos franceses y su decadencia: quinta parte».

Espejo de Quenfolette y d’Anbraun

Aunque la obra de d’Arlincourt gustaba horrores al público francés y europeo, su estilo «frenético» —gótico, en decimonónico— causaba espanto en el entorno literario. No por el género, sino debido a una artificialidad retórica que le provocaba resoplidos de indignación, a los constantes clichés que le arrugaba el ceño o a las tramas exasperantes por inverosímiles contra las que clamaba puño al cielo.

Empero, nada desquiciaba más que su escritura truchofeudal, plagada de abusivas y aberrantes inversiones sintácticas —esto es, cuando el orden en una frase alteras de los elementos— que volvían ilegible el texto.

«»El Solitario» se ha traducido a todos los idiomas, excepto al francés».

Charles-Marie de Féletz.

A raíz de este recurso, recibió otro título: El vizconde inverso (l’inversif Vicomte). Además, su obra se convirtió en la comidilla de los salones y de la prensa, y raro brillaba el día en el que no le servían un caldo de críticas, una sopa de mofas o un consomé de parodias. Valga de ejemplo la siguiente cita, donde Balzac imita de manera burlesca su estilo narrativo:

«»El Solitario traducido al chino y presentado, por el autor, de Pekín al emperador», […] «Leído al revés, asombra el Solitario a los académicos por sus superiores bellezas»».

Ilusiones perdidas, Balzac.

Esta befa perinquinosa hacia el autor incluso traspasó las fronteras galas. En España, José Joaquín de Mora satirizó al vizconde con su poema «El melancólico». Aunque, todo hay que decirlo, se trataba de un refrito de uno previo, donde sosañaba a Chateaubriand, llamándolo «aquel fecundo autor de arlequinadas».

El hombre que odiaba el amor con pasión

Procede comentar que el padre de d’Arlincourt trabajaba de recaudador de impuestos (fermier général ). O sea, era un funcionario real, con la salvedad de que quienes ejercían este oficio añadían un generoso extra al importe de los tributos para aumentar considerablemente sus estipendios. Resumiendo: se forraron merced al contribuyente.

Así pues, lo normal consistía en que mejorasen su posición social comprando propiedades de alto standing, patrocinando a artistas, casando a sus hijos con miembros de la nobleza empobrecida o que estos adquirieran títulos nobiliarios a tocateja. Por ejemplo: el de vizconde.

Cabe mencionar también que d’Arlincourt se unió al movimiento romántico por su admiración hacia Chateaubriand y Byron, principalmente. Del primero imitó su enfoque cristiano. Del segundo, el satánico. Por lo demás, desaprobaba casi todo lo concerniente al Romanticismo. En especial, la exaltación alrededor de la dupla temática de amor y pasión. Bueno, y los excesos estilísticos de sus autores.

Irónico, ¿no crees? Para él, no tanto. Verás, de su otra gran influencia, Walter Scott —quien reaparecerá en breve—, aprendió que las novelas históricas se vendían solas, al igual que la literatura frenética, en boga y de moda por aquellas calendas. De este modo, pensó que, si alguien las combinase con la elocuencia de Chateubriand, la oscuridad de Byron y el giro religioso que promovían Schiller, de Staël y Manzoni, el resultado, indudablemente, depararía un pepinazo.

Y ese alguien sería él

Conviene recordar ahora los conceptos de moderación emocional, valor educativo, trascendencia religiosa y coherencia histórica que reclamaba el teórico italiano. D’Arlincourt utilizó los tres primeros para exponer su moralidad cristiana —en general, sermoneando— al tiempo que criticaba a los malditos franceses y su decadencia romántica sin contemplaciones, tildándolos de chabacanos trincapiñones.

Lo cual nos lleva a la coherencia, donde interpretó «histórica» con una libertad fascinante. Pero se la refanfinfló. ¿Acaso Chateaubriand no había alcanzado el éxito gracias a la estética? Pues él lo superaría, reproduciendo la realidad y la elocuencia de su ídolo a través del estilo extravagante medieval.

Nadie le explicó que los romances recurrían a las inversiones sintácticas a fin de adecuar el texto a la rima. Porque escribían en verso, no en prosa, como el vizconde de garrafón hacía.

Bizarradas nefandas y horruras grotescas

Pese a que la novela gótica se erigiese sobre El castillo de Otranto (Walpole), su tenebrosidad llegaría a Francia desde el de Udolfo. Poco tardaron los misterios que relataba Ann Radcliffe en sobrecoger a la nueva generación de románticos, presa de un frenesí de terror, sorpresa y suspense. Eso sí; una vez repuestos, adoptaron el estilo de la londinense.

De hecho, Etienne-Léon de Lamothe-Langon hasta adoptó su nombre en la introducción de L’Ermite de la tombe mystérieuse, ou Le Fantôme du vieux château (1816): «…anécdota extraída de los anales del siglo XIII por Mme. Anne Radcliffe, y traducida del manuscrito inglés por M. E. L. D. L. Barón de Langon».

La educación de Ann corrió a cargo de su tío, Thomas Bentley, que había cofundado un próspero negocio de cerámica. Esto, la verdad, carece de relevancia ahora. Salvo por un detalle: su socio era Jonathan Wedgewood, quien cedería la educación de su hija Susannah (Sukey) a Bentley. Así, las dos chicas entablaron una hermosa amistad. Luego, Ann se convertiría en escritora de gran éxito y Sukey en madre de una celebridad: Charles Darwin.

*Los misterios de Udolfo, 1794. Jane Austen satirizaría esta obra en La abadía de Northanger (1817), y Paul Féval transformaría a Radcliffe en Buffy, la cazavampiros, en La ville vampire: adventure incrovable de Madame Anne Radcliffe (1875).

El «inventor»

El fragmento que has leído presenta a Lamothe-Langon en todo su esplendor y en veintiséis palabras; un potosí de ingenio con ausencia absoluta de pudor. Nada de lo que cuenta es cierto.* Siquiera lo de «Barón».**

Esta excepcional capacidad creativa se tradujo en una considerable y digna, dignísima, dignérrima producción de novelas góticas, donde destacaré, aparte de la ya citada, Le Monastère des frères noirs y La Vampire, ambas de 1825. Infaustamente, también aplicó su talento imaginativo en una serie de ensayos históricos (Historia de la Inquisición en Francia, 1829) que muchos tomaron por válidos durante demasiado tiempo.

Aun así, quizá su mayor aportación provenga de los Archives de la Police de Paris (1838). Verdad dices con que esta obra pertenece a Jacques Peuchet. Solo que…

*Radcliffe, tras The Italian (1797), no publicaría más libros. Al menos, viva, ya que Gaston de Blondeville (1826) es póstumo. Por suplantaciones así, Jacques-François Ancelot, marido de Virginia (madame de Ancelot), viajaría por Europa (1849) para firmar acuerdos internacionales de protección intelectual. O, en román inglesino, «copyright».
** Su afición a la genealogía le permitió encontrar al cardenal Gaillard de Lamothe (siglo XIV), hijo de Amanieu de La Motte, barón de Langon, y de Elpide de Goth. El primo hermano de esta mujer, Gaillard de Préchac, obispo de Toulouse, era sobrino de Clemente V, primer papa residente en el palacio de Aviñón. Leon de Lamothe añadió toda esta historia a su linaje, Langon a su apellido y el título de barón a su nombre. Las autoridades legales lo aceptaron sin discusión.

Un misterio sin resolver

  • Los Archives salieron al mercado ocho años después de la muerte del autor.
  • El material originario apenas alcanzaba para dos de los seis volúmenes que constituían la obra final.
  • El texto presenta alteraciones que no corresponden a la pluma de Peuchet.
  • Sabemos que Lamothe-Langon editó esta obra.

Ahora viene la gran cuestión. Alexandre Dumas se inspiró en dos relatos de los Archives cuando desarrolló la historia principal y una secundaria de El conde de Montecristo (1844-1845). Por lo tanto, ¿es posible que debamos esta joya de la literatura a la fértil inventiva del escritor gótico?

Castillo de If.
Lugar donde transcurre El conde de Montecristo.
Fuente: quien te escribe. Adivina dónde he pasado las vacaciones de verano.
Celda de Edmundo Dantés (El conde de Montecristo) en el castillo de If.
Fuente: quien te escribe.

Frenético, tenebroso, oscuro y negro

El influjo y estupenda acogida de la literatura frenética entre finales del XVIII y principios del XIX motivó que una buena cantidad de autores se pasara al lado oscuro de la literatura.

Algunos, como A. P. F. Ménégault de Gentilly, lo parodiaron (Delphina, ou Le Spectre amoureaux, 1798). Otros, en cambio, reescribieron obras previas para incorporar el terror a la historia (Château noir, ou Les Souffrances de la jeune Ophelle, Félicité Mérard de Saint-Just, 1798). Y no faltó quien recurrió a un título engañoso que, luego, ofrecía sombras de lo que prometía (L’Ermite et le revenant, Louis-Pierre-Prudent Legay, 1824).

Según el marqués de Sade, lo gótico triunfó en Francia porque la carnicería de la Revolución había dejado a un público difícil de sorprender (Idée sur les romans, 1800). En cualquier caso, el género cuajó y se desarrolló de diferentes maneras, dando lugar a un nutrido número de adjetivos en función del tipo de miedo esleído.

Uno de ellos, frenético, se asociaba con un estilo de gótico más centrado en las personas que en lo sobrenatural. Por ejemplo, Victor, ou l’Enfant de la fôret (1796), de François Guillaume Ducray-Duminil, autor que compartió un éxito y crítica similares a los de d’Arlincourt, o L’Âne mort et la femme guillotinée (1829), de Jules Janin.

Jules Janin (c. 1840), autor de El asno muerto y la mujer guillotinada.
Sus comentarios de libros le hicieron merecedor del apodo el príncipe de los críticos, y ocupó el puesto de Sainte-Beuve en la Academia (1870) a la muerte de este.
Balzac le escribió el epílogo para que L’Âne mort tuviera treinta capítulos en lugar de los veintinueve originales.
Fuente: Narcisse-Edmond-Joseph Desmadryl, Public domain, via Wikimedia Commons.

«¡Un título así, señor, y 29 capítulos! Pero ¿no sabe que el número treinta tiene su propio prestigio?».

Balzac, a Janin. Le Voleur, 5 de febrero, 1830.

Ya que de este tema hablaré en otro artículo, me limitaré a decirte que, de aquí, nacerían los géneros de suspense, terror y la roman noir que tanto gusta en nuestra era. Empero, antes se produciría la principal transición narrativa del Romanticismo 2.0.: el ascenso de la novela a literatura.

La novela

Supongo que te habrá llamado la atención la cantidad de escritoras que han aparecido en esta y en las entregas previas. Ignoro a cuántas de ellas y a otras han erigido en pioneras del feminismo, pero el honor corresponde a Christine de Pizan, italiana afincada en Francia, azote del patriarcado a principios del siglo XV. Y sus argumentos los esgrimió con una novela: La ciudad de las damas (1405).

Idéntico medio, con idéntico propósito, emplearon Madeleine de Scudéry (Les femmes illustres, 1665) y madame de La Fayette (La princesa de Clèves, 1678)* durante el preciosismo, movimiento inspirado en el Barroco español (culteranismo) e italiano (manierismo), lugar de nacimiento de los salones literarios,** del término bas-bleu y de la novela moderna.

«La magnificencia y la galantería no alcanzaron jamás en Francia tanto brillo».

La princesa de Clèves, Madame de La Fayette.

*Moliére parodió a Scudéry en su Les femmes savantes (1672). Empero, E.T.A. Hoffman la convirtió en detective (Das Fräulein von Scuderi, 1819). Respecto a La Fayette, recibió las críticas de Bussy-Rabutin, quien aseguraba que «las pasiones de una mujer arruinarían su virtud».
**El primero, el de madame de Rambouillet (1608). El segundo (1629), el de Valentin Conrart y el cardenal Richelieu, solo admitía a hombres y se convertiría en la Academia Francesa (1634). No incorporó a una mujer hasta 1980 (Marguerite Yourcenar).

Querelle des femmes: de Cervantes a un escocés, pasando por un irlandés

Quizá te hayas preguntado el motivo por el que las mujeres gobernaban los salones cuando tenían vetado el acceso al conocimiento. Muy sencillo: «su debilidad les otorga mayor gentileza y moderación» (Montesquieu). Así, se diferenciarían de la belicosa Alemania, donde todo estaba sometido al mandato de los hombres, y Francia gozaría de una paz perpetua (Saint-Gabriel). ¿Quién iba a suponer que este plan originaría la Revolución francesa?

Volviendo a la literatura, dentro de este entorno de igualdad elitista y burguesa, surgió un debate literario similar al que Cervantes provocó con El Quijote al satirizar el Amadis. O sea, si la función de la novela consistía en resaltar la belleza mientras ofrecía un espejo de superación y entretenimiento o, por el contrario, vilipendiar la nula productividad de la fantasía.

Este asunto se unió a la querella de las mujeres, otro debate —pero social, legal y político— que renovaba las demandas cuatrocentistas de Christine de Pizan. Lo cual, a su vez, reavivó la investigación histórica iniciada por esta dama. Añade las corrientes filosóficas y el desengaño por los resultados de la Ilustración, y obtendrás un Romanticismo en fárfara.

Digo esto, porque la novela de aquella época se caracterizaba por su banalidad, el coqueteo, los asuntos sociales, la moral, el buen gusto y el comportamiento correcto; una temática a leguas mil del deliquio pasional y de la atracción por lo tremebundo que se avecinaba.

Entonces, en pleno 2.0., los celtas dieron sendas puñadas sobre la mesa de los salones. Una, del irlandés Laurence Sterne. Su Tristam Shady (1759-1767), al más puro estilo cervantino y rabelesiano, atizó al realismo ilustrado un golpe de sentimentalismo a través de una estética y estructura argumental tan originales que se adelantaron a las del Modernismo y del posmodernismo. La otra, del escocés Walter Scott (Waverley, 1814), simplemente noqueó a la literatura con la novela histórica contemporánea.

El amanecer de la reforma literaria entre los malditos franceses y su decadencia

Mentir no mientes al decir que madame de Genlis y madame de Cottin crearon dicho género durante el 1.0. Solo que, no gozaron de la repercusión o el impacto de las novelas de Waverley. En efecto; «novelas», en plural y sin cursiva, puesto que Waverley inauguró una saga* que supondría el equivalente decimonónico de Canción de hielo y fuego (George R. R. Martin) en el siglo vigesimoprimero.

Además, tampoco decepcionas a la verdad si afirmas que Rousseau (Julia, o la nueva Eloisa, 1761), Chateubriand (Atala y René, 1802) o madame de Staël (Delphine, 1802, y Corina, 1807) ya habían despertado el interés por un formato del cual eran los reyes. Igual que Elvis Presley. Hasta que llegaron los Beatles. O sea, Scott, Radcliffe y, en buena medida, E. T. A. Hoffman: los yonpolyorchyrringo del Romanticismo.

Obviamente, lo que atrae al gusto, atrae al bolsillo del consumidor. Tal máxima no pasó desapercibida para la prensa, que serializó las novelas en el feuilleton (‘folletín’). Esto es, el faldón inferior de los periódicos o un suplemento sociocultural.

De esta manera, las clases bajas se engancharon a la lectura, las ventas de diarios aumentaron y los escritores encontraron una fuente de ingresos de luenga duración (Eugène Sue, Balzac, Alexandre Dumas, Paul Féval, Flaubert…). Sobre todo, si terminaban las historias con el recurso inventado (más o menos) por Radcliffe: el cierre con suspense (cliffhanger).

«I’ll be writing more in a week or two, I could make it longer if you like the style».

Paperback writer, The Beatles.

*Incluye títulos como Rob Roy (1818) e Ivanhoe (1819).

Tres autores representativos de la novela del 2.0.

Fruto de la nueva tendencia, y espoleados por el avasallador éxito comercial de El Solitario, brotaron novelas medievales frenéticas cual champiñones tras llover: Le Serf du quinzième siècle (1822, Theophile Dinocourt); Césaire (1830, Alexandre Guiraud)…

De tantas opciones disponibles, he esleído…, perdón, escogido en primer lugar Les deux cadavres (1832), de Soulié, quien había adaptado Romeo y Julieta al teatro. Y se nota. Esta obra es heavy Shakespeare. Más zaína que negra. Algunos la definen como pavorosa. Se equivocan; es atroz. Incluso, para nuestros estándares de nuestro tiempo.

«Vengo a presenciar un crimen y a impedir otro».

Los dos cadáveres, Soulié.

Menos morbosa, pero igual de poderosa en misterio, tenemos a Notre-Dame de Paris (1831), de Victor Hugo. Sin duda, la novela con mayor trascendencia en el 2.0. Y no me refiero a la relevancia actual —¿quién no conoce a Quasimodo o ha visto la peli de Disney?—, sino a la de su época.

Continuación

Intuyo que, en algún momento de las cuatro entregas de los malditos franceses y su decadencia, te habrá intrigado la relación entre la arquitectura gótica y el miedo. Bueno; porque los edificios lo daban: nadie los había conservado, se caían las piedras, crecían cosas raras dentro… Y Hugo denunció ese estado de abandono en un libro que cautivó a la nación entera. Así pues, el gobierno inició un proceso de recuperación de su patrimonio histórico.

Recuerda darle las gracias al escritor cuando visites Francia. Por esto, y por las espeluznantes gárgolas que Victor Joseph Pyanet añadió a la catedral (1848) en su honor.

Finalmente, Balzac —de quien hablaré en la próxima entrega— inició la faraónica redacción de La comedia humana; un proyecto de ciento treinta y siete novelas independientes, aunque vinculadas mediante personajes recurrentes que saltan de libro a libro, con el que novelizaría la vida durante la Restauración (1815-1830).*

Empero, La Comedia arranca con una pieza imprescindible de la literatura gótica: La piel de zapa (1831). ¿Te acuerdas de L’Âne mort et la femme guillotinée, de Jules Janin? Pues, a Balzac le gustó tanto que escribió esta historia después. Te la resumiré rápidamente: El retrato de Dorian Gray (1890, Oscar Wilde). Broma no gasto; el parecido es tal que frisa el plagio.

*Semejante plan inspiraría los Episodios Nacionales (1872-1912), de Benito María de los Dolores Pérez Galdós. Sí; ese era su nombre completo.

Apuntes a vuelapluma de las consecuencias de la novela histórica

Súbitamente, la prosa narrativa,* un estilo de segunda categoría —y, por ende, apropiado para que las bas-bleu cumplieran con su rol cultural asignado—, había dado un golpe de estado.

Magro favor le hizo a la poesía. Según se encumbró la novela en lo alto de la jerarquía, desplazó a quienes escribían en rima. Esto es, a los hombres y a esas mujeres que se habían revelado contra la prohibición lírica.

Luego, el tiempo, cáncer de las modas, borraría sus nombres de la historia. Salvo el de aquellos que ocuparon un sillón en la Academia, feudo masculino por excelencia.

Mas, ¡aguarda!, ya que, a la larga, las publicaciones en prensa también afectarían a los salones, que perdieron su exclusividad cultural. Con todo, su recuerdo permanece aún en las presentaciones de libros.

*No confundir con la poética (poesía sin métrica o rima) ni la científica, propia del ensayo, considerado de alto nivel intelectual e ilustrado. La narrativa se empleaba en memorias, libros de viajes, cuentos infantiles o novelas de longitud variada.

No puedes ser un maldito decadente sin saber esto

Desde que Chénier virase la nave lírica con los vientos del subjetivismo griego, el corazón de los románticos alojaba un cariño especial hacia ese país mediterráneo. Especial e idealizado, como comprobarás dentro de un rato.

Por entonces, Grecia formaba parte del Imperio otomano. Bueno, por entonces y mucho antes, ya que se incorporó al Sublime Estado en cuanto cayó Bizancio (1453), a excepción del Despotado de Morea,* que resistiría hasta 1460, cuando se transformó en eyalato. Traducido al cristiano: una división administrativa turca.

Vale; ahora, ponte en la piel de un romántico. Un día, uno de tus amigos te relata los horrores que cometen los turcos allí. ¿Qué escuchan tus oídos exaltados? En efecto: que una nación absolutista abusa de la cuna de la civilización, y rechinas los dientes, invocando la Revolución.

Acto seguido, estalla la guerra de independencia en Grecia (1821). Y lo celebras. En un periquete, el tema se vuelve trending topic con el hashtag «#filohelenismo».

Pero tu gobierno proclama su adhesión a la Santa Alianza. O sea: Rusia, Prusia y Austria, que, ante el dilema,** optan por la no intervención. La pelota está en tu buhardilla. ¿Qué harás a continuación?

* Además de varias islas que no vienen al caso.
**Se formó para defender al absolutismo (Imperio otomano) y al cristianismo (Grecia) del liberalismo revolucionario. Por tanto, si actuaban, contradecirían uno de los dos preceptos.

La esperanza de Niké

El fonts et origo del movimiento filoheleno en Francia se llamaba François Pouqueville. Médico de profesión, ofreció sus servicios en la campaña de Egipto (1798). Lo malo es que, durante el regreso, unos piratas berberiscos abordaron su barco y lo apresaron. ¿Y adónde lo llevaron? Muy bien: a Grecia.

Una vez liberado, plasmó sus experiencias por escrito al tiempo que denunciaba la crueldad de los turcos. Bueno, de Alí Pachá, que era albanés. Solo que, se prodigó más en rumores que en hechos. Por suerte, Pouqueville contaba con buenos amigos entre los románticos.

«Uno de mis amigos, monsieur Pouqueville…».

Memorias de ultratumba, Chateaubriand.

Cuando las noticias del levantamiento llegaron a Francia, el asunto griego dividió a los partidos políticos. Los ultras (monárquicos, en el poder) se posicionaron en contra de los rebeldes. Los liberales (la oposición), a favor. Y todo hubiera seguido igual de no haber aparecido Mesolongi en el mapa.

Durante cinco años, los múltiples asedios que sufrió esta ciudad (1822–1823 y 1825-1826) mantuvieron en vilo a la sociedad francesa. No en vano, su larga resistencia y heroicidad sin parangón parecían imbuidas de intervención divina. Así que, imagínate su reacción tras enterarse de que los turcos (egipcios, en realidad) habían derribado la puerta de la Morea. O de la masacre que perpetraron,* después de haber horrorizado a Europa con la de Quíos.

Los malditos franceses y su decadencia: cuarta parte
Ubicación de Mesolongi.
Fuente: quien te escribe.
Los malditos franceses y su decadencia: cuarta parte
Grecia expirando sobre las ruinas de Mesolongi (1826).
Eugène Delacroix
Fuente: De Eugène Delacroix – Web Gallery of Art: Imagen Info about artwork, Dominio público.

*Privados de comida (se alimentaban de algas), sin posibilidad de recibir ayuda, los nueve mil habitantes tomaron una medida desesperada. Se establecieron dos grupos de hombres. Uno lanzaría un ataque suicida con el fin de permitir la huida de mujeres y niños. El otro se quedaría en la ciudad, defendiéndola. Aquellos que no pudieran participar por enfermedad o inanición se refugiarían en las casas repletas de pólvora, prestos a inmolarse.
Desventuradamente, sus rivales estaban al tanto de su plan. La carnicería fue espantosa. Las tropas otomanas asaltaron la ciudad, la saquearon y le prendieron fuego. Luego, ejecutaron a los supervivientes. Aunque eximieron a algunos con el fin de venderlos, y a las mujeres para que sirvieran de esclavas sexuales entre los soldados egipcios.
Al día siguiente, tres mil cabezas cortadas colgaban de las murallas de Mesolongi.

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La historia de una leyenda

Entre sitio y sitio, acaecieron dos sucesos cruciales: la muerte de Byron (1824) en Mesolongi y la fundación del Comité filohelénico de París (1825), un grupo de presión que, en gran medida, contribuiría al cambio de gobierno de ultras por liberales en 1827.

Pese a que el poeta supremo del Romanticismo se coronó en mártir quijotesco, su defunción se había producido antes de que las tropas otomanas doblegasen a los defensores de la ciudad. Es decir, el movimiento necesitaba un heraldo de majestuosidad épica, cuyo nombre resonase con el eco de la tragedia y, preferiblemente, griego.

Tal honor correspondió a Markos Botsaris, aguerrido y hazañoso paladín de la libertad que había entregado el alma durante el asedio… en 1823. ¿Una decisión anacrónica? Quizás… ¡Qué digo! ¡Jamas! La cronología traza el camino de los hombres, no el de las gestas inmortales de los dioses. Y, ahora entenderás el porqué.

Leónidas en las Termópilas (1814).
Jacques-Louis David
Fuente: De Jacques-Louis David – Source, Dominio público.
Oficial griego herido (1826).
Claude Bonnefond.
Se suele identificar a este soldado con Botsaris debido al impacto de bala en la cabeza.
Fuente: Par Claude Bonnefond — Œuvre appartenant au Musée des Beaux-Arts de Lyon Photographe Alain Basset, CC BY-SA 4.0.

«Extranjero, ve y di a los lacedemonios que aquí yacemos en obediencia de sus decretos».

Epigrama de Simónides de Ceos (IV a. C.).

«[La muerte de Botsaris] …digna de Leónidas en las Termópilas».

Le Constituntionnel, 1824.

«Luchan y mueren como los trescientos espartanos, y el asedio de Mesolongi no tiene nada que envidiar a la defensa de las Termópilas».

Journal des débats, 1826.

El retorno de un viejo conocido

Creías que la figura de Leónidas pertenecía a finales del XVIII ¿verdad? Au contraire, mon ami. El héroe espartano seguía tan vivo como provocativo en el 2.0. Bueno, y simbólico, pues poco tardó en asociarse a la guerra de independencia, motivo de que censurasen los cinco actos de Léonidas (Michel Pichat, 1822). Mejor suerte corrió Le Passage des Thermopyles (Villiers, 1823), un mimodrama del cuadro de David.

Aun así, la simbiosis entre Leónidas y Botsaris se produjo más tarde. Y, curiosamente, la aretalogía del griego moderno coincidiría con la que Abbé Barthèlemy había descrito del antiguo en su Voyage du jeune Anacharsis en Gréce (1788); obra básica en la librería de cualquier filoheleno, libro de viajes ficticio, por otra parte.*

No cabe duda de que alguien había adaptado una historia falsa, pero popular, a fin de establecer un paralelismo entre los dos héroes. O que la nueva narrativa se encontraba en Historie de la régénération de la Grece (1824). Ahora bien, ¿quién la había escrito? Bueno, siéntate, pues te vas a llevar una sorpresa…

El autor se llamaba Pouqueville.

Espero que ahora entiendas mejor por qué Schlegel y Manzoni reclamaron mayor objetividad en la literatura. A la postre, esto provocaría que el Romanticismo se escindiera en dos corrientes durante su versión 3.0. Por una fluiría la imaginación. Por la otra, el realismo.

*Nina Athanassoglu, «Bajo el signo de Leónidas», The Art Bulletin, (1981).

Algunas obras derivadas de la guerra de independencia griega y de los tejemanejes de Pouqueville

  • Casimir Delavigne: Messéniennes (1825).
  • Charles Gouverne: Leónidas y las Termópilas (1825).
  • Jules Barbey d’Aurevilly: A los héroes de las Termópilas (1825).
  • Eugène de Pradel: Spartan (1825).
  • Victor Hugo: Les Orientales (1828). Su poema, «Les Têtes du sérail» (‘Las cabezas del serrallo’) está inspirado en las murallas de Mesolongi.
  • Alexandre Dumas: Ali Pacha (1839).


¡No te pierdas la quinta entrega final de «Los malditos franceses y su decadencia»!

¿Qué te parece si dejamos al resto de autores del 2.0. para «Los malditos franceses y su decadencia: quinta parte»? Yo seguiría, aunque creo que tú, quien me lees, agradecerás que pare aquí.

Por lo demás, me despediré con un curioso, curiosísimo, curiosérrimo efecto de la muerte de Byron. Si no te apetece leerlo, interpreta este párrafo como punto final del artículo.

Lord Byron: filohelenismo extremo

Tras la negativa gubernamental de mandar tropas a Grecia, los filohelenistas organizaron una campaña de recaudación de fondos con la que pertrechar a los rebeldes. En Francia, madame Récamier y Delphine Gay, mi guía en París, se encargaron personalmente de recolectar dinero puerta por puerta.

Una técnica similar empleó en Inglaterra el filoheleno irlandés Edward Blaquière, famoso por «redondear» el número de soldados griegos en Mesolongi de doscientos cuarenta a trescientos. Solo que, en lugar de visitar domicilios, daba la turra a los políticos. Y se le ocurrió hablar con George Gordon (Lord Byron), acaso quisiera implicarse en su causa.

«Todos somos griegos».

Hellas, Percy Shelley.

Vaya si lo hizo. El rey de los románticos vendió su mansión en Rochdale (a James Dearden) y fletó dos barcos: uno con material médico, el otro, con la bodega repleta de armas. A bordo de uno de ellos, regresaría a Grecia, lugar donde había escapado de las guerras napoleónicas. Allí permaneció desde 1809 hasta 1811, año en el que contrajo la malaria que precipitó su regreso a Gran Bretaña.

Con él, frisando el calendario el año de 1824, viajaba su secretario, el conde Gamba, ascendido a segundo al mando. Bueno, y más gente, claro; pero menciono a este italiano revolucionario porque, aparte de poseer un nombre peculiar, su Narrativa del último viaje de Lord Byron a Grecia (1825) constituye el documento más fiable de aquella aciaga estancia.

La pregunta es:¿a qué demonios iba a Grecia la tetraencarnación del talento, el pecado, la libidinosidad y la amoralidad? Pues, a reemplazar al difunto Botsaris como líder del ejército heleno.

Veni, vidi, espichi

No arquees tanto las cejas. Byron se había educado en una academia militar, ya que provenía de una familia de oficiales. Es más, su abuelo (vicealmirante) y su padre (capitán) habían combatido en la Revolución americana.

Vale; tal vez carecía de la experiencia de sus mayores y le sobraba afán de gloria. Empero, poseía un arma única que cambiaría la guerra: su fama. Y no me refiero a la de zumbado degenerado, sino a la de millonario. Baste decir que, enterados de su llegada, los albaneses otomanos desaparecieron del mapa.

Así pues, tomó las riendas del ejército, compró una flota, contrató a soldados suliotas —bandidos albaneses; no otomanos, obviamente— y extendió un cheque por 4.000 £* al gobierno griego a modo de préstamo de guerra.

Infaustamente, su plan de acción salió rana. Los suliotas, los señores de la guerra y la mayoría de los griegos exigían menos acción y más dinero. Por no mencionar que cayó enfermo y murió en abril. No se sabe muy bien de qué, si bien varios estudios apuntan a una recidiva de la malaria.

Lord Byron en Mesolongi (1861).
Theodoros Vryzakis.
Fuente: Theodoros Vryzakis, Public domain, via Wikimedia Commons.
Byron en su lecho de muerte (1826).
Joseph-Denis Odevaere.
Observa que la sábana le tapa un pie. Esto se debe a que Byron nació con una deformidad que le dejó una pierna más corta que la otra.
Fuente: De Joseph Dionysius Odevaere – Web Gallery of Art, Public Domain.

«If thou regret’st thy youth, why live? (‘Si te arrepientes de tu juventud, ¿para qué vivir?».

Missolonghi, último poema de Byron.

*Se estima que Byron preparó 20.000 £ para la campaña. En nuestra época, esa cifra equivaldría a 1.930.000 € (2.064.675,85 $) y, la del cheque, 386.000 € (412.948,53 $).

El legado byronesco

Cuidado; no consideres su expedición un fracaso. Mira las fechas de los asedios: 1822–1823 y 1825-1826. ¿Qué año falta? El que Byron pasó en Mesolongi. Dime a quién conoces que haya detenido una guerra solo con su presencia.

Además, el cheque llenó las arcas del gobierno, lo que le permitiría independizarse de los señores de la guerra. De modo que su generosidad fundó la Grecia moderna.

Por otro lado, su muerte reavivó el filohelenismo en Europa. Chateaubriand, Constant y otros eminentes románticos constituyeron el Comité Grec, y el tema de la intervención regresó a la actualidad política. Su presión y la tragedia de Mesolongi forzarían a Rusia, Francia y Gran Bretaña a romper el pacto de la Santa Alianza y declarar la guerra al Imperio otomano.

Resumiendo; Byron se dejó el corazón en Grecia. Y la laringe. Y los pulmones. A ver, el primero es simbólico. Pero los otros dos, no. Como explica Pietro Capsali, testigo de la muerte del extravagante autor: «Rogamos quedarnos con sus pulmones y laringe porque él había usado su voz y su aliento a favor de Grecia».*

En efecto; ninguno de esos órganos regresó a Inglaterra con el resto del cuerpo, al que denegaron eterno descanso en Westminster Abbey por su cuestionable moralidad. Así que, lo llevaron a la iglesia de santa María Magdalena en Hucknall, donde reposa desde entonces al lado de su hija, Ada Lovelace, la inventora de la programación informática.

¡Ah! En 1938, abrieron su tumba por mor de los insistentes rumores de que se encontraba vacía. No lo estaba. Prácticamente, el cuerpo se había conservado incorrupto. Tanto, que saludó a los investigadores con una descomunal erección.

Genio y figura hasta en la sepultura.

Rest in Pieces: The curious fates of famous corpses, Bess Lovejoy, 2013.

Tras los pasos de Byron

Turno ahora de hablarte sobre Jules Lefèvre-Deumier, quien de romántico no tenía nada. Es más, parodiaba «el género de los llorones» al principio de su carrera. Y, por tal senda discurría su vida, cuando se cruzaron dos personas que cambiaron su perspectiva. Huelga decir que una se trataba de una mujer. La otra, el poeta y dramaturgo Soumet.

A raíz de este encuentro, Lefèvre descubrió que la poesía de Chénier transmitía de maravilla los sentimientos exaltados que deseaba comunicarle a la mujer. ¿Y quién era ella? Alguien que no quería oírle y que se marchó con otro a Italia, donde moriría poco después.

Triste y desmarrido, la revolución de 1830 le inspiró a emular a Byron. Sin nada que perder, y mucha gloria que ganar, partió alígero rumbo a Polonia, sumida en una guerra de independencia y en una plaga de cólera. Pero, según pisó la frontera, le denegaron la entrada: «Tylko lekarze». Esto es, ‘solo médicos’.

Ventura la suya que, mientras se replanteaba su existencia en Prusia, conoció a un médico suizo (Kuntzli) que iba a Polonia para estudiar el cólera. De inmediato, trató de camelarlo, suplantando a un recién licenciado al que no le habían entregado el diploma todavía. No coló. Por tanto, confesó la verdad, y le pidió que le enseñara la profesión en un mes. Kuntzli se rio. Luego, aceptó.

Un médico romántico

Aunque suene increíble, Lefèvre logró su objetivo. Jamás desdeñes el poder que la poesía ejerce en el potenciamiento de la memoria.

Juntos, alumno y maestro pisaron las tierras polacas antes de separarse en el limen del hospital. La guerra clamaba por héroes, y vive Dios que el francés no era sordo. Menos aún, cobarde. Tamaño ardor mostró en las batallas que siquiera la lanza que le clavaron en el pecho detuvo su ímpetu.*

Sí lo hicieron el ejército ruso, el cólera y los austriacos, que lo encarcelaron por rebelde liberal. Allí se contagió de tifus, al igual que sus compañeros. Entonces, recordó su formación de médico. Te lo creas o no, curó a todos. Y, según verás en «Los malditos franceses y su decadencia: parte final», aquella proeza consumió el cupo de suerte que le quedaba.

*Jamás desdeñes el poder que ejerce un libro de poesía bajo la chaqueta a la hora de frustrar a la muerte.

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