Blog

fotos_blog2

Honrando la muy tradicional costumbre gala de retrasar los vuelos, témome que demoraré el contenido prometido en esta entrega de los malditos franceses y su decadencia: tercera parte.

Venturosamente, la espera te resultará asaz entretenida. En serio; no solo descubrirás a escritores olvidados y anécdotas variadas, sino que verás qué elementos constituyeron el esqueleto de la decadencia.

Dicho así, suena aburrido. Pero, cuando tus ojos se deslicen por las letras, te sumergirás en una época de la que no querrás salir. Créeme; sé de lo que me hablo. Una vez termines la lectura, acuérdate de pintar de rojo el corazón que palpita solitario bajo la sombra del titular, y comparte en tus redes sociales a quienes otrora todos conocían. Merci!

Punto y Bonaparte

Entre el destierro de madame de Staël (1804) y el cabreo de Chateaubriand (1830) —es decir, del primer Imperio (1799-1814) hasta la Revolución de Julio (1830)—, el Romanticismo literario se consolidó en Francia.

Tal suceso le habría gustado al abate Condillac (1714-1780), padre del sensismo. No en vano, sus ideas habían traspasado el umbral de la ciencia,* y ahora disponían de un medio artístico con el que contrarrestar el dominio del racionalismo ilustrado.

Del mismo modo, la nueva estética también encontró su canal de difusión. O, mejor dicho, lo creó, pues, durante esta época, se fundaron varios periódicos y revistas que mostraban al público el resultado de aquello sobre lo que se hablaba en los salones literarios.

Sorprendentemente para nadie, de estas publicaciones saldrían los autores más conocidos del Romanticismo. Bueno, y otros cuyos nombres la historia ha olvidado. Todo lo contrario que mi cerebro, esponja de datos irrelevantes y superfluos. En serio; pregúntame qué día es hoy, y te responderá el silencio.

«Caramba, debe ser este calor el que me hace perder la memoria».

Mambo, mafia y cha cha cha, Jose Flores.

Advertencia: he estructurado el artículo respetando, dentro de lo posible, la cronología. Empero, debido a la temática o al estilo de los autores (y de mi propio capricho), percibirás fluctuaciones en la línea temporal. Así, considero que dispondrás de una visión más compacta del movimiento romántico.

*Esta filosofía había supuesto el nacimiento de la química moderna (Lavoisier) o del método empírico. Luego, influiría en la aparición de la lingüística (Saussure).

Poesía maldita y tragedia decadente: la pasión de los franceses

Quizá hayas anticipado que la revolución estética de Atala derivó en una avalancha de novelas. Bueno, lamento decirte que la poesía y el teatro prevalecieron como género literario por excelencia, al igual que el ensayo.

Podría argüir motivos tipo prestigio, preferencia popular, peligro (muchas novelas estaban prohibidas), etc. Empero, la verdadera razón (con minúscula, no la confundas con la ilustrada) corresponde al parné, al cumquibus, al billullo, al mango, al juaniquiqui, al chenchén… O sea, el dinero.

Veamos; a la hora de publicar (y cobrar) en un periódico o revista, un poema resultaba menos longevo, estresante y comprometido de escribir que un libro por entregas. Asimismo, los empresarios teatrales pagaban en efectivo (y en el acto) según la recaudación obtenida, de modo que muchos autores optaron por la dramaturgia cuando andaban egenos de fondos. Ejemplos: Victor Hugo y Alexandre Dumas.*

Sin duda, el incentivo económico fomentó la expansión del movimiento, premiando el talento artístico. Solo que, a medida que aumentaba la demanda, la calidad se vio afectada, cual programación de plataforma televisiva contemporánea. No busques más allá sobre las causas del fin del Romanticismo: la audiencia se saturó de goticopasiones subjetivas epicobucólicas.

*Dumas se la pegó con sus primeras tres obras, pero se forró con las siguientes: Enrique III (1829), Cristina (1830) y Antony (1831). Después, volvería a forrarse con sus novelas.

Poesía y dramaturgia preCoppet

Mucho y muy rápido hablaré sobre quienes portaron el estandarte romántico antes de que madame de Staël, Chateaubriand y Benjamin Constant (ver la primera entrega de «Los malditos franceses y su decadencia») reformasen la literatura nacional.

Comenzaré con Pierre Beaumarchais… Vaya; no te suena. ¿Y si te canto esto?:

«¡Fígaro! ¡Fígaro! ¡Fí…!».

Lo que has oído pertenece al aria Largo al factotum, y no es suyo. Pero, la obra de teatro de donde procede la ópera, sí: El barbero de Sevilla (1775).* Es más, se trata de la primera parte de una trilogía que completarían La boda de Fígaro (1784) y La madre culpable (1792).

Aparte de dramaturgo, Beaumarchais también era músico y editor. Bueno, y relojero, inventor, horticultor, financiero, diplomático, falsificador, marchante de armas y espía. ¡Ah! Y agente bancario.

Precisamente, representando a Joseph Päris Duverney bajo este cargo, llegó a Madrid en 1764. Su encargo: obtener concesiones de especulación inmobiliaria en Sierra Morena, de venta de uniformes al ejército español y de una licencia para enviar esclavos africanos a la recién españolizada Luisiana. No; no el estado de ahora, sino el naranja de esta imagen:

Los malditos franceses y su decadencia: tercera parte
La Luisiana española.
Fuente: CC BY-SA 3.0.

Pese a las oscuras dotes de negociación empleadas, fracasó en sus tres encargos. Solo que, Beaumarchais había viajado con un cuarto cometido en la maleta. Más adelante, te lo revelaré. Hasta entonces, disfruta del misterio.

*Traducida por Juan Eugenio Hartzenbusch. Bretón de los Herreros hizo lo propio con La boda de Fígaro.

La ejecución de la obra poética

Vale; El barbero de Sevilla y el Romanticismo guardan la misma relación que el tacto con el título de este apartado, ya que los dos autores que lo protagonizan murieron guillotinados el mismo año: 1794.

Al primero, André Chénier (1762-1794), la sentencia le cortó una prometedora carrera poética. Con todo, y en póstumo, el final de su vida (Pushkin) y el principio de su obra (Chateaubriand) lo erigirían en leyenda entre los románticos. Eso sí; cómo sería la virtud de su estro, que también gustaba a los neoclásicos.

«¡Ninfa tierna y rubicunda, oh, joven poesía! ¿Qué bosque elige tu retiro en este día?».

«Invocación a la poesía», Bucólicas, Chénier.

Su principal contribución consistió en reemplazar el lirismo romano (objetivo) por el griego (subjetivo). De este modo, anticipó el tono sentimentalista y épico del nuevo movimiento. Aunque, para épico, el autor que viene ahora. Broma no te gasto; en cierto modo, le debes esta película:

El espíritu del Romanticismo, según los malditos franceses y su decadencia, versión siglo XXI.

Se llamaba Charles Henri d’Estaing* aquel que blandía la pluma cuando descansaba la espada. En efecto; este teniente general en tierra, almirante en el mar, reformador del ejército prusiano y jefe de operaciones navales durante la guerra de independencia norteamericana se transformaba en dramaturgo (Les Thermopyles: Tragédie de Circonstance, 1791) mientras la guerra recuperaba el aliento.

*Murió sin descendencia, por lo que su apellido pasó a su hermanastra bastarda, Lucile Madeleine, amante de Luis XV. De esta rama genealógica descendería Valéry Giscard d’Estaing, presidente de la República Francesa desde 1974 hasta 1981.

Cosas a considerar de lo que te acabo de contar

No es ningún secreto que la lengua francesa alteró el español a partir del siglo XVIII. Empero, durante el XVI, «Todo era español en Francia» (Estudio sobre España, Philarète Chasles).

Esto lo confirma su literatura, tan inspirada en obras de Calderón, Lope, Cervantes y demás autores auriseculares que frisa la copia.* Sin ir más lejos, El barbero de Sevilla** procede de la fusión de los sainetes de Ramón de la Cruz con El celoso extremeño.

«Hay en Sevilla un género de gente ociosa y holgazana, a quien comúnmente suelen llamar gente de barrio».

El celoso extremeño, Cervantes.

«Vino y holgazanería se reparten mi querer».

El barbero de Sevilla, Beaumarchais.

Luego continuaré con el rol hispano dentro del Romanticismo, porque lo del filme te habrá descolocado un poco. Verás, en 1737, el inglés Robert Glover recibió el encargo de redactar un poema. Aparentemente, con el objetivo de criticar al primer ministro de facto británico: Robert Walpole. En efecto; el padre de Horace, autor de El castillo de Otranto, origen de la novela gótica.

La elección del joven poeta (25 años) se debió al giro helénico que había adoptado en su obra. Por intereses ideológicos, durante esta época, algunos asociaban a los griegos con la virtud y la libertad. Así que, ya te imaginas el mensaje que querían transmitirle a la sociedad.

*En el XVIII, la imitación se consideraba un don.

**«Sevilla» se empleaba como sinécdoque de «español».

Las 300 caras de Leónidas

Glover escribió un luengo poema histórico, épico, de corte homérico y verso blanco (sin rima), bautizado con el título de Leónidas. Obviamente, ignoraba que desbordaría las expectativas. Tamaño logro se tradujo en tres ediciones, además de al francés (Abbé Prevost), al alemán (que maravillaría a Klopstock) y al danés, seguidas de una versión extendida (1770) y una secuela (1787, póstuma).

Esta fama la aprovechó Willem van Haren, poeta neerlandés a quien admiraba Voltaire. Solo que, con un objetivo político asaz distinto. Si mil barcos zarparon rumbo a Troya por la cara de Helena (Christopher Marlowe), el Leónidas de van Haren reclutó a veinte mil soldados para restaurar a la casa de Orange en el poder y declarar la guerra a los prusianos. Lo cual le causó a Holanda un serio problema diplomático.

A raíz de este enfoque, disponemos de dos figuras. La de van Haren, el patriota, que convertiría a Leónidas en el fundador mitológico del nacionalismo. La de Glover, en cambio, representaba una especie de Che Guevara dieciochesco. Es decir; el arquetipo prerromántico del paladín de la libertad contra el despotismo. Así lo mostraron D’Estaing y Loaisel de Tréogate en sus obras, advirtiendo a Francia del peligro persa que venía del extranjero.

«¡Déspotas insensatos! Por fin sabréis que sólo hacen falta unos pocos hombres libres para luchar y vencer a todo un mundo de esclavos».

Le combat des Thermopyles (1793), Loaisel de Tréogate.

Evidentemente, el sacrificio del espartano lo vestiría de mártir para los románticos. Pero lo más importante consiste en que Chénier y este Leónidas habían derivado la atención intelectual francesa hacia lo griego.

La otra primera hornada de malditos franceses y su decadencia

Pronto miraremos de nuevo hacia ese lugar en el Mediterráneo. Entretanto, he seleccionado a una serie de autores que, de un modo u otro, reflejan en sus trabajos la intensa elocuencia de madame de Staël, la novedosa estética de Chateaubriand y el fantasma romántico de Chénier.

¿Recuerdas la turra que daba El Leviatán de Coppet con Ossian? Pues, si Louis-Pierre Baour (L’Atlantide, 1812) no hubiera traducido la obra épica que James MacPherson se había sacado de la chistera,* nadie en Francia habría sabido quién demonios emocionaba tanto a la gran dama.

Animado por el éxito, este productor teatral repitió jugada con la obra de Torquato Tasso, poeta italiano de mente demente, creador de la épica Jerusalén liberada (inspirada en el Orlando furioso, de Ludovico Ariosto) e influencia de los románticos.

Los malditos franceses y su decadencia: tercera parte
Tasso y las dos Leonoras
Karl Ferdinand Sohn, 1839.
Fuente: Public Domain, via Wikimedia Commons.
Tasso en el hospital de santa Ana de Ferrara Eugène Delacroix, 1839.
Fuente: Web Gallery of Art, Domaine public.

«Busco a Tasso, a quien no encuentro por ninguna parte».

Torquato Tasso (1790), Goethe.

«¡Sí, Leonora! Será nuestro destino estar siempre unidos, ¡pero demasiado tarde!».

El lamento de Tasso (1817), Lord Byron.

«Este genio encerrado en un antro malsano».

«Tasso en prisión», Los despojos (1866), Baudelaire.

*Mismo engaño literario que le salió rana a Chatterton.

Las malditas francesas y su decadencia olvidada

Lo que Leónidas y sus (algo más de) trescientos soldados no lograron en las Termópilas, madame Dufrénoy lo consiguió en el puerto de Marsella (1785). Sola y a sablazos, repelió el abordaje de unos corsarios turcos a su barco. Infaustamente, no puedo confirmar —tampoco descartar— que se trate de Adélaïde Dufrénoy (1765-1825), la Safo romántica.

Aun así, la fama la rondaba. Y, en 1813, la encontraría, como demostró el aplauso unánime a sus Elegías. Tal vez, porque las citadas composiciones líricas enmascaraban, en realidad, poesía erótica.

«¿Por qué, bellas artes, por qué tus encantos soberanos ya no inflaman mi delirio?».

Elegías, Adélaïde Dufrénoy.

Cabe mencionar que su reconocimiento profesional se debió, en buenaparte, a Napoleón. Gracias a su financiación cultural —le interesaba tener de su lado a los autores—, Adélaïde dispuso de medios económicos de sobra para dedicarse a la literatura. Empero, el dinero duró hasta que cayó el Imperio.

Arruinada, se reencontraría con la fama de la forma más inesperada: escribiendo libros infantiles y juveniles mientras editaba el Minerve littéraire. Ojo, que no he terminado. Dufrénoy también ejerció de mentora de Amable Tastu y de Marceline Desbordes-Valmore, cuyos nombres verás en «Los malditos franceses y su decadencia: cuarta parte».

Manual de feminidad

Hablando de cuentos infantiles, habrás leído uno titulado La bella y la bestia (1770). Bueno; su autora, Marie Leprince de Beaumont, se había percatado de la escasez de libros orientados hacia las audiencias jóvenes —sobre todo, niñas—. Al fin y al cabo, era institutriz, y necesitaba obras más asequibles que los ensayos o más modernos que el medieval sistema veterotestamentario.

De pronto, se le ocurrió una brillante idea: utilizar los cuentos de hadas como material pedagógico. Solo que, por motivos didácticos, convenía reducirlos y modificar ciertas partes. Ejemplo: la Bestia originaria* no recuperaba su apariencia humana tras un beso, sino después de una noche de sexo.

Pese a estas sutiles diferencias, el propósito de sendas historias se mantuvo. Esto es, condicionar favorablemente a las chicas hacia los matrimonios concertados y los hombres de clase alta, al tiempo que les revelaban el secreto de los finales felices, dicho con todas las segundas del mundo.

«¿Por qué no he de casarme con él [Bestia, noble]? Seré mucho más feliz que mis hermanas con sus maridos [un gentilhombre y un hombre con talento]».

La bella y la bestia, Marie Leprince de Beaumont.

Lástima que los niños bien posicionados no aprendiesen los riesgos de la sífilis del mismo modo. En fin, he mencionado a Beaumont porque su método fomentó la lectura entre sus alumnas. Tanto, que dos de ellas se atrevieron a escribir sus propias historias.

*Gabrielle-Suzanne Barbot de Villeneuve, incluido en La Jeune Américaine ou les Contes marins (1740). Beaumont transformó su narrativa aventurera en moralista para que los niños extrajeran mejor las conclusiones.

Las alumnas de la Bestia

Si viajaras a Francia durante la primera mitad del XIX, te sorprenderías con la cantidad de chicos que se llamaban Anatole. En serio; a mí, quien te escribe, me llamó poderosamente la atención cuando visité París en 1820.

Con más curiosidad que conocimiento del idioma, salí a la calle para averiguar el motivo. Merced a mis purcuás Anatol mal pronunciados, una joven se apiadó de mi estulticia, y me llevó a una librería. Allí, señaló una novela, que reconocerás en seguida: Anatole (1815), de Sophie Gay.

O, tal vez no. Gran parte de las obras de la primera hornada, en especial las escritas por mujeres, apenas sobrevivieron al filtro del siglo XX. Empero, en aquellos años, nadie se resistía a su prosa. Siquiera el crítico Sainte-Beuve, cuya pluma había loado las virtudes literarias de la anterior novela de Gay: Leonie de Montbreuse (1813), otro pelotazo comercial desconocido actualmente.

Prosigo. La joven me explicó que, al igual que su madre la había llamado Delphine por el libro de madame de Staël, los padres de esa década bautizaban a sus vástagos con el nombre del protagonista español* de esta novela. «¡Ah! El efecto Daenerys», exclamé. Delphine me miró desconcertada. «Cosas mías», me excusé.

Adquirida la novela, mi acompañante insistió en que nos acercásemos al salón que regentaba la autora. «Se encuentra aquí al lado, y te dedicará el libro si se lo pido». «Caramba, eso sería mirífico. Pero ¿estás segura de que te hará caso?». Entonces, me dijo: «Claro; madame Gay es mi madre».

*Se trata del duque de Linares.

El salón de Sophie Gay

«¡MCEMPV!», grité sin las siglas. «¿Qué sucede?», me preguntó, alarmada (y algo escandalizada por mi blasfemia). «Nada, nada. Cosas mías», me disculpé. Obviamente, Delphine no se había casado aún. De hecho, ni conocía a su futuro marido: Émile de Girardin, fundador de La Presse, diario donde ella publicaría sus primeros escritos antes de convertirse en una de las principales autoras de la segunda hornada.

Ya en el salón, mi augusta guía me contó que, en aquel lugar, se reunía la crème de la crème intelectual del Romanticismo. «Bueno, y los chavales que, como yo, aspiramos a ser autores algún día», me confesó sonriente. «Ven, te los presento. Este es Victor Hugo; este, Alfred de Vigny; este, Honoré de Balzac; este, Alexandre Dumas…».

Balbucí mi nombre y guardé un decoroso silencio. Mis ojos no daban crédito. Me los froté, incrédulo, convencido de que me engañaban, de que aquello que veían se burlaba de lo cierto. Pero la evidencia no mentía: el joven Victor Hugo era clavado a Taylor Swift.

«Oh my God! Look at that face!»
Blank Space, Taylor Swift
Fuente: lithub.com.

«¿Te encuentras bien?», se preocupó Delphine. «Sí, sí; cosas mías», contesté, reprimiendo a duras penas las carcajadas. «Tu comportamiento me resulta intrigante, aunque exasperante. ¡Ojalá descubra qué son esas cosas tuyas antes de que la nieve de los años me blanquee el pelo!*».

*Verso adaptado de Du prodige, Essais poetiques (1824), Delphine de Girardin.

La teniente senegalesa

En ese momento, una mujer entró en el salón. A tenor de la reacción de los allí presentes, deduje que la dama gozaba de una elevada reputación: las conversaciones se detuvieron, los jóvenes se apartaron y los adultos se cuadraron. «La duquesa de Duras», susurró Delphine. «Su familia posee plantaciones en la isla de la Martinica, de donde procede ella».

Me fijé en que portaba un libro. Sus ojos, inmensos, leyeron mis pensamientos. «No sufra; estoy leyendo Las Metamorforsis. ¿Conoce usted al autor?». A Joyce gracias que respondí Ovidio en lugar de Kafka.

Precisamente, el mito de Pigmalión derivaría en Ourika (1823), la primera novela francesa con una protagonista negra. De Duras aborda el tema de la esclavitud y el racismo desde una perspectiva psicológica mientras cuestiona el rol asociado a la mujer decimonónica. Después, Eugene (1825) criticaría las desigualdades de clase, y la póstuma epistolar Olivier o el secreto (1971) versaría sobre la homosexualidad masculina.*

Ourika consagró a su autora en el Olimpo literario, aparte de situarse en el puesto más alto de las listas de ventas. Ahora bien; si un amigo suyo (Chateaubriand) no la hubiera convencido, jamás habría publicado esta novela, considerada obra de arte del Romanticismo y que antecede a la novela posmodernista en más de un siglo. Infaustamente, el tiempo la borraría de la historia.

Claire de Duras
Claire de Duras
Fuente: man8rove.com

«Madame de Duras, esa mujer excelente que me permitió tratarla como a una hermana».

Memorias de ultratumba, Chateaubriand.

*Inspirada en el escándalo sexual del marqués de Custine (1824). Como curiosidad, su madre, Delphine de Sabran, fue amante de Chateaubriand —en efecto: regentaba un salón literario— y era amiga íntima de madame de Staël. Es más, su novela Delphine se titula así por ella.

La novela perdida

La duquesa había venido para charlar con Sophie Gay, su compañera de colegio, acerca de cotilleos de salón. Sí, Claire de Duras regentaba uno también. Lo cual recordó a Delphine el motivo por el que me había traído. «¡Ay, mi madre! Anda, dame la novela, y sigue tribulando tus cosas».

Obligado a integrarme, adopté una pose melancólica, rememorando la flébil trama de Ourika. ¿Que por qué la conozco, si había desaparecido? Bueno, porque el escritor británico John Fowles* se topó con una copia en una tienda de libros antiguos. Tan impactado quedó con su lectura, que Ourika se metamorfoseó en La mujer del teniente francés (1969).

Delphine regresó sin mi copia de Anatole. «Mi madre lamenta no poder atenderte, pero te ruega que le dejes el libro para no olvidarse de tu dedicatoria. Ven mañana a recogerlo. Así, conocerás a mi prima».**

Lo malo es que yo regresaba al XXI esa noche. «Imposible. He viajado desde el futuro, y las leyes físicas me impiden permanecer aquí más de un día». La cara que puso Delphine sería el primer poema que compusiera. Aunque, célere varió el semblante, y me dijo: «Tú y tus cosas».

En resumen, por este motivo, no he leído Anatole todavía.

*Este mismo autor rescató y tradujo un cuento de Perrault: Cenicienta.

**Hortense Allart. Sus novelas compartirían éxito con escándalo, ya que relataban las aventuras de la autora con sus amantes (Chateubriand, George Sand y Henry Bulwer Lytton).

Una madame de letras mayúsculas

Como ves, la transformación de los cuentos de hadas en material didáctico abrió la puerta de la literatura a dos representantes del género femenino. Se la entornó, más bien, puesto que publicaron de forma anónima. No pasa nada; alguien la desgoznaría en breve.

Me refiero a madame de Genlis, la renovadora del sistema de enseñanza francés. Por citar alguna de sus innovaciones, destacaré la proyección de diapositivas en las clases —utilizaba una linterna mágica— o los cursos de idiomas en el extranjero.

Tanto ella — Adèle et Thèodore (1782)— como Louise d’Épinay —Conversations d’Émilie (1774)—, elaboraron una serie de teorías que desafiaban la visión pedagógica de Pierre Choderlos de Laclos —La educación de las mujeres (1783)— y Rousseau —Emilio (1762)—. Aunque, la verdad, compartían bastantes ideas con el último.

El caso es que esta educatriz (su labor trascendía la de institutriz, créeme) aplicó su metodología con las hijas del duque de Chartres, en sazón, su amante. Tamaños logros obtuvo, que la nombraron tutora de los hijos,* (1782). Imagínate el revuelo. En aquella época, cada sexo recibía una formación específica.

Madame de Genlis (Felicité du Crest).
Adélaïde Labille-Guiard (1780).
Fuente: Par Adélaïde Labille-Guiard, Domaine public.

*Uno de ellos subiría al trono en 1830: Luis Felipe I de Francia.

Duelo de salonnières

Pasada la Revolución, y con la ayuda económica de, cómo no, Napoleón —quien la nombró su asesora personal—, montó un salón literario. No se trató de ningún capricho; madame de Genlis ya había organizado varios antes de que la guillotina no dejara títere con cabeza.

Cierto es que esta propuesta llegaba algo tarde a la escena intelectual. Empero, su reputación le concedería una fama comparable a la de su gran rival: madame de Staël. No se odiaban; simplemente mantenían un conflicto ideológico por mor de su entusiasmo; excesivo el de una, frívolo el de la otra.

En el ámbito literario, aparte de pariente de la dramaturga madame de Montesson (amante y, luego, esposa del duque de Orleans), de Genlis fundaría el género de novela histórica romántica* (Mademoiselle de Clermont, 1802; El sitio de La Rochelle, 1843). Bueno, además de escribir teatro, obras epistolares, tratados, memorias o un relato corto de aire español: Inés de Castro (1817).

De todas formas, si los títulos de sus obras dibujan un cero en tu cerebro, te aseguro que has leído su nombre en otras novelas. ¿Dices que miento? Entonces, defenderé mi honor con las siguientes citas:

«…como la baronesa de Almane con la condesa de Ostalis, en Adelaida y Teodora, de madame de Genlis».

Emma, Jane Austen.

«¡No eres más que una madame de Genlis!».

Guerra y paz, Tolstoi.

*Junto con madame de Cottin.

Otros nombres importantes de la primera hornada

Pazpuerca sentiría mi conciencia acaso no pincelara, cuanto menos, a tres malditos franceses decadentes más. Sobre todo, a Casimir Delavigne, el poeta por excelencia de la primera hornada, humilde admirador de Byron.

Bueno, de humilde, entre poco y nada. Le copiaba descaradamente. Como en su obra de teatro, Marino Faliero (1829), basada en el Marino Faliero (1820) del británico. Ni se molestó en cambiarle el título.

Aun así, no siempre dedicaba su talento a la imitación. Buena prueba son Les Vêpres Siciliennes (1819) —obra de teatro de donde no salió la ópera de Verdi— o La Parisienne (1830), el himno nacional francés durante la Monarquía de Julio (1830-1848).

Fuente: wikimediacommons

El segundo autor, y primo hermano de Adélaïde Dufrénoy, se llama Jean-Louis Laya. Su fama procede de Ami des lois (1793), obra que prohibió la Comuna y motivó el exilio precipitado del dramaturgo. Digamos que a Robespierre y a Marat no les agradó verse representados como dos brutos tartufos inhumanos. De hecho, guillotinaron a quienes poseían una copia.

Por último, Charles Brigaut, el hombre que no caía bien. Principalmente, debido a que le quitó el puesto en la Academia a Lamartine. Aunque su trabajo de censor teatral tampoco ayudó. Hernani y Marion Delorme, de Victor Hugo, todavía se acuerdan de él. Bueno, y Alexandre Dumas y Luis I de Baviera, amantes de Lola Montez, bailarina exótica irlandesa. Adivina quién escribió sus memorias (Aventures de la célèbre canseuse raconté par elle-même, 1847).

¿Y por qué lo has mencionado, entonces?

¡Ah! Excelente pregunta. Simplemente, porque acudía al salón de madame Vigée-Le Brun, la pintora y retratista de María Antonieta o madame de Staël, entre otras personalidades.

Espera, que falta una cosa. Resulta que el tío abuelo del marido de esta artista, como habrás intuido por el apellido, se trababa de Charles Le Brun.

Si no sabes quién es, léete MuArte.

No te pierdas la cuarta entrega de los malditos franceses y su decadencia

¿Cuál era el cuarto cometido de Pierre Beaumarchais en Madrid? ¿Qué papel jugaron Leónidas y los griegos en la segunda hornada? ¿Cómo influyó España en el Romanticismo francés? ¿Qué autores marcaron el cambio de estilo en el movimiento, y por qué?

Bien, todas estas preguntas prometo contestarlas en «Los malditos franceses y su decadencia: cuarta parte». Y, sí, Morgan; aquí aparecerá el autor italiano del que te tanto te he hablado, mas nada contado.

Entretanto, me despediré con Marino Faliero, el protagonista de ese poema de Byron que Delavigne adaptó al teatro para que Donizetti compusiera una ópera en 1835.

A la tierna edad de ochenta y un años, Marino Faliero, dux veneciano, tomó por esposa a una chica más joven que su bisnieta. Pronto se rumoreó que la esposa disfrutaba de amoríos extramatrimoniales. En concreto, con su rival y dueño del gobierno. De ahí que el marido escogiera la opción más lógica: dar un golpe de estado (1355).

Éxito, lo que se dice éxito, no obtuvo. Es más, lo decapitaron y despedazaron. Solo que, tal vez, su intento de derrocamiento se debiera a motivos políticos, por lo que la historia de la chica correspondería a una leyenda. Que tiene toda la pinta.

Empero, lo que le falta de veracidad, le sobra de romántico: pasión, lucha contra el sistema, tragedia y un mártir. De ahí que el movimiento prefiriese esta versión.

La ejecución de Marino Faliero
Eugène Delacroix (1827)
Fuente: The Yorck Project (2002)
es_ESSpanish