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Mucho aplaudimos los avances del XIX, pero aquí también surgieron la frenología (Franz Joseph Gall, principios de siglo, y George Combe, 1830), el terraplanismo (Samuel Birley Rowbotham, 1849 y 1865) y el tema que desarrollaré en esta serie de artículos sobre el rocambolesco origen literario del racismo.

Para ello, no hay color a la hora de seleccionar la primera obra: el Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas (1853-55), de Joseph Arthur de Gobineau, creador del racismo científico, una doctrina fruto de una pintoresca investigación que justificaría el supremacismo de una raza a lo largo de la historia y a lo ancho del planeta.

Pese a su más que discutible metodología, esta teoría dio en el blanco cuando se formuló durante la época adecuada y ante una audiencia concreta, siempre receptiva a las conclusiones de la ciencia. Como el VAR con el segundo gol de Japón contra España en el Mundial de Catar.

El rocambolesco origen literario del racismo

Procede iniciar esta disertación en un establo, pues «raza» proviene del francés haraz (siglo XII), que significa: ‘cría de caballos’. De hecho, este término guarda relación con hisan (‘caballo’, en árabe) y hárr o hár (‘canoso’ y ‘pelo’, en nórdico antiguo, usado, respectivamente, para las monturas que habían envejecido y los sementales no ensillados).

Con el tiempo, la palabra «raza» se extendió a otros animales, manteniendo su connotación de «género» y la de «elemento distintivo», ya que había razas mejores que otras en función de su crianza. O de su «pie de grulla» (pied de grue, siglo XVII, cuya fonética adaptaron los ingleses a pedigree), llamado así porque las líneas que trazaban la genealogía semejaban los dedos de las patas de las citadas aves.

«Claro, no puede usted entender… Para usted, un gato blanco es un gato blanco».

El espectro, Emilia Pardo Bazán.

Asimismo, esta cualidad identificativa pasó a los humanos, aunque de un modo clasista, simbólico y peyorativo. Es decir, señalaba el linaje de una persona —al igual que «ralea», «calaña» o «estofa»—, incidiendo en su condición inferior.

Por lo tanto, definía a los analfabestias, arrabaleros, astrosos, bandidos, barrabases, bergantes, canallas, cazurros, cebollinos, chanflones, chisgarabises, dompereciendos, donnadies, estrafalarios, fargallones, gamberros, ganapanes, ganforros, impresentables, jumentos, macarenos, malandrines, malasangres, pelagallos, pelones, pirujos, quidames, rafeces, rastracueros, robaperas, sonajas, tagarotes, tuercebotas, vivales, zafios, zaharrones y zampalimosnas.

Infaustamente, «raza» también se gastaba en caso genitivo («raza de tal») con quienes la sociedad desdeñaba por procedencia o religión. Y esta práctica nocente formaba parte de la idiosincrasia de todos los pueblos.

Caballero a la fuga

Suficiente cháchara preliminar. Vayamos al siglo XIX, porque el protagonista de este artículo gruñe impaciente mi demora con su presentación.

El mismo día de la toma de la Bastilla, pero pasados veintisiete años (1816), nació Joseph Arthur de Gobineau en el seno de una familia aristocrática francesa, a quienes, como imaginarás, ese 14 de julio les traía muy malos recuerdos.

Sobre todo, a Louis de Gobineau, su padre, militar defensor de la monarquía, quien conoció tanto cárcel como destierro hasta que Napoleón le dio título a una canción de Abba, y Luis XVIII le nombró capitán de la Guardia Real en agradecimiento por su lealtad. Un detallazo, sí; salvo que el sueldo era una miseria.

Esta vida de penuria no sedujo a su mujer, a diferencia del tutor de sus hijos, Charles de La Coindière, con quien se marcó un Bovary antes de que Flaubert escribiera su famosa obra. Amante y vástagos recorrieron el estado de Baden, huyendo de un matrimonio frustrado primero, y de la justicia después por mor de ciertas actividades poco honestas.

No, no es lo que piensas. La pareja cometió alguna que otra estafa en esa región de Alemania, así que se refugiaron en Basilea y Biena, que se escribe con be porque se trata de la ciudad suiza, no de la capital austriaca.

De Gobineau, más complaciente con los valores aristocráticos medievales que como cómplice de dos adúlteros delincuentes, recibiría en esta última localidad una formación centrada en el idealismo alemán, el organicismo y el orientalismo. O sea, superioridad e inferioridad humana, visión holística y evolución biológica de la sociedad (Lamarck) e historia estereotipada de Asia.

Lo malo es que su madre, Angélique Madeleine Mercier de Gercy, sembró su cabeza de dudas al decirle ocasionalmente que, tal vez, su sangre azul estuviera mezclada con criolla —Jeanne Agnès Doyen, la abuela de De Gobineau nació en Santo Domingo— o que él era adoptado.

Diplomático afortunado

Germanizado y traumado, De Gobineau regresó a Francia, a la casa de su padre en Lorient (1834). Allí completó su educación con un año de estudios generales sobre, principalmente, los clásicos, el folclore, asuntos orientales e idiomas.

Al año siguiente, dio el salto a París, donde vivía su tío, Joseph de Gobineau, que era rico. También, un viejo tacaño generoso con los vicios, pues gozaba de un estatus de libertino.

Cabe decir que Joseph nunca se casó ni estudió (le prendió fuego al internado en el que lo ingresaron con catorce años), destacaba en el juego de palma (predecesor del tenis) y en los duelos, luchó en algunas batallas en España, participó en todas las conspiraciones contra la República, odiaba a la sociedad y al mundo, en general, y entabló una estrecha amistad con Lord Byron en Italia.

«Manchado con cada mal que contamina a la humanidad».

El Giaour: un fragmento de un cuento turco, Lord Byron.

Su sobrino, en cambio, escogió el camino del dandi intelectual, trabajó de cualquier cosa, cofundó un par de revistas geopolíticas (Revue de l’orient, 1843, Revue provinciale, 1848) y conoció a personalidades eminentes de la sociedad parisina. Como a Tocqueville, quien solucionaría sus problemas económicos tras nombrarle chief de cabinet del Ministerio de Asuntos Exteriores (1849) y, luego, secretario de la delegación diplomática francesa.

Empero, antes se casaría (1846) con Clémence Monnerot, una criolla de La Martinica. «Caramba, muy parecida a su madre», pensarás. Tuvieron dos hijas, Diane (1848) y Christine (1857). «Caramba; curiosamente, su madre dio a luz a dos niñas», exclamarás.

No te sorprendas, por lo tanto, cuando te enteres de que Clémence lo abandonó en 1876. Aunque, esta vez, fue él quien encontró el amor en otra persona.* «Caramba, igual que su madre».

*Madame de La Tour.

El conde se va de viaje

Al margen de mejorar sus ingresos, su flamante puesto político le sirvió para cambiar Francia por Suiza («Caramba, como su…») al principio de un Imperio, el Segundo, regido por un Napoleón, el tercero.

Desde el punto de vista histórico, el emperador mostró muy buenas intenciones, pero su gabinete contaba con bastantes funcionarios ineptos. Esto resume la labor que De Gobineau desempeñó en el cargo.

«¿Cuál es la próxima parada?».

Depeche Mode, Serhiy Zhadan.

Terminado su cometido en el país helvético, viajó a diferentes partes del mundo (Grecia, Suecia, Terranova, Brasil…) por motivos de un trabajo que el diplomático confundió con el programa Erasmus: lo empleó para estudiar y conocer a gente de otras naciones.

Empero, ningún destino le cautivó tanto como Persia, su adorada Persia, adonde lo enviaron en dos ocasiones (1855-58 y 1862-63). De hecho, la segunda vez encabezó una misión diplomática formada por él mismo, que dedicó a convertirse en «más persa que los persas».

Por lo demás, el otro gran momento profesional de De Gobineau correspondió a la boda de su hija Diane con Ove Gyldenkrone en Grecia (1866). Imagínate; ella encontró un noble varón, y su padre un barón con linaje nobiliario vikingo.

Claro, esto que acabo de decir no lo entenderás hasta que te hable de su libro más famoso. Más que nada, porque te revelará el rocambolesco origen literario del racismo.

Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas (1853-55)

Fiel a la costumbre intelectual, De Gobineau elaboró un ensayo científico en el que analizaba el papel de las razas a la hora de explicar la convulsión política de su época. No lo digo yo; lo dice él en una larguísima dedicatoria a Jorge V, rey de Hannover.

Para ello, ubicó el origen de la humanidad en tres razas que poseían una serie de cualidades innatas: la blanca, masculina, activa, dinámica, altruista y práctica; la amarilla, masculina o femenina al capricho del autor, destacaba por su materialismo, tenacidad y diligencia, y la negra, femenina, artística e intuitiva.

«Unos chinos jugaban en un casino de bambú, negros bailaban con ritmos blancos, blancos cantaban boleros negros».

Quiquiribú, Jose Flores.

Bajo esta premisa, De Gobineau afirmó que los valores positivos de la raza blanca le concedían una evidente supremacía sobre el resto, puesto que aseguraban una longevidad mayor a sus civilizaciones.

No saques conclusiones precipitadas; el planteamiento corresponde al estado inicial de las razas y responde al principio de superioridad e inferioridad humana del idealismo alemán. También, a la visión holística del organicismo. Solo que, cuando De Gobineau recurre a esta rama académica para examinar la evolución biológica de las diferentes sociedades, deja bien claro que la mezcla mejora las razas.

«La mayoría de las razas humanas son absolutamente ineptas para la civilización, a menos que se mezclen».

Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas, De Gobineau.

El problema, según él, residía en la corrupción que provocaba la «química histórica». Es decir, una raza inferior se beneficiaba siempre de una mezcolanza con una superior, pero el proceso inverso, a la larga, derivaba inexorablemente en una degradación. Así que, dedujo lo siguiente:

  • Las civilizaciones más importantes procedían de la raza aria.
  • Los imperios desaparecían porque se mezclaban con razas inferiores.

Una supremacía muy operística

Ahora bien; ¿quiénes eran los arios? Pues un grupo etnográfico —o sea, una cultura, no una raza— mencionado en el Avesta, en los Dharmashastras y en los Sutras, que pastoreaba por el sur de Irán (de ahí el nombre del país: ‘tierra de los arya’) y alrededores antes de asentarse en el norte de la India durante el periodo védico (circa final de la Edad del Bronce).

De Gobineau, condicionado por su tercer pilar académico —el orientalismo— y, casi seguro, por los estudios lingüísticos de Jacob Grimm* (sí, uno de los hermanos de los cuentos), estableció una relación entre la supremacía de la raza blanca y la cultura que desataba su pasión.

Es decir, en algún momento de su investigación, se le iluminó el pinzo de súbito y exclamó: «¡Tate! ¡Estos (los arios) somos nosotros (los pueblos germánicos)!». Si te estás preguntando cómo un francés identificó a su pueblo con sus vecinos, recuerda de dónde procedían los francos.

Nuevamente, te ruego que guardes prudencia, ya que De Gobineau especifica en su obra que los arios se habían extinguido tras su expansión y posterior mezcla con otros pueblos inferiores. O, para ser exactos, su evolución los alejó de los pueblos brahmánicos, cuyo sistema de castas protegía la pureza racial de las clases superiores.

«Las razas actuales son, pues, ramas que difieren bastante del tronco o de los diversos troncos primitivos extinguidos».

Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas, De Gobineau.

Aun así, como bien aclara, los pueblos germánicos, gracias a su situación geográfica, no sufrieron la misma contaminación jerárquica de los pueblos mediterráneos. Por ende, dominaron el continente durante la Edad Media.

En efecto; esto inició otro ciclo de supremacía-mezcla-degradación, si bien no afectó a los pueblos germánicos que permanecieron en el norte: Prusia, Inglaterra y países escandinavos. Ahora comprendes su alegría porque su yerno fuera vikingo, ¿verdad?

*Fundador de la gramática diacrónica, que estudia la evolución de las lenguas indoeuropeas, además del autor de la Ley de Grimm, donde expone los cambios fonéticos con respecto a estos idiomas que generaron el alemán antiguo.

Contextualización de su obra

Desde la perspectiva actual, no dudarías en tildar de «racista» este enfoque. Es normal; a raíz de su ensayo, el significado de «raza» cambiaría la aprehensión por la aprensión. Aunque no de manera inmediata.

Con todo, De Gobineau, pese a su loa hacia la raza blanca, muestra respeto indiferente hacia cualquier sociedad histórica o contemporánea. Incluso emite un juicio objetivo dentro de un estudio condicionado hasta la médula:

«Una sociedad no es ni virtuosa ni viciosa, no es ni sabia ni loca; una sociedad “es”».

Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas, De Gobineau.

Por supuesto, De Gobineau era racista, como toda la gente de su época, puente entre la abolición de la esclavitud* y la colonización de África, y heredera del imperialismo setecentista y dieciochesco. Empero, observa bien el contexto científico de su obra.

*En Mambo, mafia y cha cha chá cuento cómo ciertos países mantuvieron activo el comercio de esclavos.

Taxonomía étnica

Entre el XVII y XVIII, varias mentes ilustradas dividieron a la humanidad mediante etiquetas taxonómicas raciales (Bernier, Bradley, Linneo…), teorías estéticas (Christoph Meiners: la belleza provenía de la raza blanca; la feeza, de la negra), médicas (Benjamin Rush: quienes no eran blancos sufrían una especie de lepra en la piel que la oscurecía y, por lo tanto, había que tratarlos como seres humanos, pero no mezclarse con ellos) o peculiares (John Hunter: todas las razas eran blancas en su origen, y las quemaduras del sol crearon la negra).

«Bao,Bao, tírate a lo negro y a lo colorao, a lo blanco no, que está salao».

El jinete polaco, Antonio Muñoz Molina.

Quienquiera que tuviera, mínimo, un ojo hábil en la cara se habría percatado de que existían diferentes tonalidades de piel sin necesidad de la intervención de la ciencia. Lo que pasa es que, desde el punto de vista antropológico, requerían una clasificación.

Ningún problema con esto. Salvo que, una vez determinadas las características físicas de cada raza, les concedieron valores cualitativos —igual que al resto de animales y plantas— fundamentados en la visión europea, sesgados por las condiciones de su época (Ilustración, ciencia, tecnología, colonización…) y justificados por la Biblia, como la esclavitud, según la maldición de Cam interpretada en Génesis 9:25.

«Hasta que un lumbreras al que la mitra le quedaba justa vio en el negro el color del pecado, en la Biblia la verdad y, hala, luz verde para comprar en África».

Quiquiribú, Jose Flores.

El evolucionismo

De la taxonomía racial surgieron dos corrientes opuestas que identificaban el origen de los seres humanos. De manera resumida, decían que:

  • Poligenismo: las razas proceden de ancestros distintos y Dios únicamente creó a la blanca.
  • Monogenismo: las razas proceden del mismo ancestro y Dios las creó a todas.

Rondando el final del siglo XVIII, dos historiadores de la universidad de Gotinga (Blumenbach y Meiner) crearon una terminología oficial para categorizar todas las razas en función de su color: caucasiana (blanca), mongoloide (amarilla), malaya (marrón), etíope (negra) y americana (roja). Paralelamente, sus colegas Gatterer, Schlözer y Eichhorn les imitaron con las razas semíticas, camíticas y jaféticas.

La segunda clasificación recurrió al paradigma antropológico bíblico, que localizaba el nacimiento de la humanidad en los tres hijos de Noé: Sem (asiáticos), Cam (africanos) y Jafet (europeos). Por consiguiente, de ellos (y de otros hijos circunstanciales) surgirían las etnias y nacionalidades, como los irlandeses.

Dicha idea de engendramiento religioso posdiluviano —judía en origen— permanecía vigente en la mente europea desde que el cristianismo se extendió por el Imperio Romano. Creo que así interpretarás mejor el revuelo entre la lomienhiesta sociedad victoriana el día que se publicó El origen de las especies (1859).

Esta obra dio la victoria al monogenismo, porque demostró que el ser humano desciende del mono. Chistes malos aparte, Darwin desarrolló su famosa teoría inspirado por la obra del aragonés Félix de Azara (Viajes por la América meridional, 1800, Apuntamientos para la Historia de los Cuadrúpedos del Paraguay y Río de la Plata, 1805) y la Filosofía zoológica (1809) de Lamarck.

Supongo que este nombre te sonará, ya que lo he mencionado antes, hablando sobre el organicismo.

La postura de De Gobineau

De Gobineau bebió de las mismas fuentes lamarckianas (influencia, adaptación y cambio biológico) cuando escribió su ensayo. Solo que se la traía un poco floja lo del nacimiento del ser humano («No nos remontaremos en nuestro examen más allá de las razas de segunda formación»). En consecuencia, su localización del origen de la humanidad resulta, cuanto menos, difuso: «Rindamos nuestro respeto a las causas primeras, generadoras, celestes y lejanas, sin las cuales nada existiría, y que, conocedoras del decreto divino, tienen derecho a una parte de la veneración que otorgamos a su autor omnipotente; sin embargo, abstengámonos de hablar aquí de ellas».

Ciertamente, critica el poligenismo: «Es imposible pronunciarse categóricamente y afirmar, para la especie, la multiplicidad de orígenes» y el origen bíblico. Primero, con prudencia: «Me contento con indicar que, quizá, sin salirse de los límites impuestos por la Iglesia, se podría poner en duda su validez». Luego, de modo más explícito: «Según ellos, los jaféticos son el origen de las naciones europeas, los semitas ocupan el Asia interior, los camitas, que, sin razón fundada, lo repito, se consideran como de raza originariamente melania, ocupan las regiones africanas. Esto, por lo que respecta a una parte del Globo, es magnífico. ¿Y de la población del resto del planeta? ¿Qué se hace? Se la deja excluida de esta clasificación».

En cambio, muestra cautela con el monogenismo: «En este supuesto, habría que representarse al individuo adamita como igualmente extraño a todos los grupos humanos actuales: éstos se habrían desarrollado a su alrededor, alejándose unos de otros el doble de la distancia existente entre él y cada uno de ellos», si bien defiende este planteamiento: «La dificultad de encontrar un método no da siempre derecho a concluir que sea imposible descubrirlo».

Me cago en el mundo moderno

Después de un profuso análisis de diversas teorías antropológicas, donde refuta y señala los errores de cada una —incluso los resultados de Samuel Morton* y su craneometría, que Darwin sí usó para su teoría evolutiva—, revela el supuesto propósito de su ensayo: «Entonces fue cuando, de inducciones en inducciones, tuve que penetrarme de esta evidencia: que la cuestión étnica domina todos los demás problemas de la Historia, constituye la clave de ellos, y que la desigualdad de las razas cuyo concurso forma una nación, basta a explicar todo el encadenamiento de los destinos de los pueblos».

Digo «supuesto» porque, aquejado de lo que De Chateaubriand (René, 1802) y De Musset (La confesión de un hijo del siglo, 1836) diagnosticaron como «mal del siglo» (Le Mal du siècle), asqueado con los acontecimientos de su época y escudado por el espíritu ilustrado, De Gobineau, que frisaba los cuarenta, dio carácter académico a una pataleta de viejo medievalista mediante un ensayo-monserga histórico, alegórico y mistagógico, cuya única pretensión consistía en beneficiar a su clase social (la aristocracia venida a menos tras la Revolución francesa) al tiempo que despotricaba contra la democracia.

¿Te acuerdas de cuando la nobleza legitimaba su posición a través de leyendas de antepasados mitológicos? Bueno, pues él hizo lo mismo, pero con los arios.

* Se anticipó a Stephen Jay Gould, quien demostró que Morton los había trucado.

Género literario: etnología-ficción

Toda obra de ficción desarrolla una temática a través de una trama que interpretan unos personajes y un protagonista.

De Gobineau, astutamente, escondió la temática (la degeneración contemporánea) bajo un formato académico (ensayo) y una trama científica (etnología cultural aplicada a la evolución de las lenguas indoeuropeas) que protagonizaban tres razas (las clases sociales)* con los «buenos» de la historia (los arios como la élite aristocrática).

«Hay una línea muy fina entre la genialidad y la locura. Yo he borrado esa línea».

Oscar Levant.

Por tanto, su objetivo resultaba más afín al clasismo de Henri de Boulainvilliers —quien afirmaba que la aristocracia francesa descendía de los francos (franceses), y el resto de las clases sociales, de los celtas (galos)— que al racismo de un supremacista blanco actual.

Esta visión la conservaría en sus siguientes publicaciones no científicas, de las que me limitaré a decir que era mejor periodista que novelista (nada nuevo aquí), que las escribió a vuelapluma y que su poesía era horrible. En cambio, el Método para leer textos cuneiformes (1865) y sus libros de viajes disfrutaron de cierto éxito, estos últimos gracias a sus vastos conocimientos zoológicos y fisiológicos.

Por desdicha, el Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas no logró el mismo reconocimiento. Principalmente, debido a su tono antirreligioso y al asunto del mestizaje (acuérdate de su madre). De hecho, se calcula que lo leyeron cuatrocientas personas en Francia y ciento cincuenta en Alemania. Una de ellas, Richard Wagner.

*«Si me sirvo de las denominaciones tomadas del color de la piel, no es porque encuentre la expresión exacta ni afortunada, pues las tres categorías de que hablo no tienen precisamente por rasgo distintivo el color».

Continuará…

En la segunda entrega del rocambolesco origen literario del racismo hablaré de este compositor (y ensayista), del antisemitismo y de la corriente nacionalista en la Alemania del XIX.

También aparecerá De Gobineau en algún momento, coincidiendo con el tramo final de su vida. Porque, cecuciente y debilitado por las secuelas de las enfermedades contraídas durante sus viajes, falleció en 1882. Eso sí, antes plasmó un berrinche postrero en su testamento:

«Dejo en herencia lo que madame De Gobineau, mi mujer, no haya robado o gastado de mi patrimonio a la baronesa de Guldencrone, nacida Diana de Gobineau… solo porque la ley requiere que lo haga».

De Gobineau.

Si no quieres que mi odio te alcance de un modo similar, desfibrila el corazón que palpita solitario bajo la sombra del titular y comparte este artículo en tus redes sociales.

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