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De la metaficción medieval a la metadona Posmodernista, ha llegado el momento de hablar del poco poético metaverso veintiUnesco en la historia del lenguaje y estilo de una novela, parte final.

A modo de resumen, sabrás por qué hay tantas obras a la venta, conocerás la evolución literaria española desde la posguerra posmodernista hasta la guerra de Ucrania, y leerás una reflexión final slash vaticinio nostradámico acerca de los libros.

Por lo tanto, si te interesa el presente y futuro del arte de contar historias, demuéstramelo pinchando en el corazón que palpita solitario debajo del titular. ¿Ya lo has hecho? Pues, venga, comencemos.

No he leído el libro, pero he visto la película

¿Recuerdas cuando te comenté que en la década de los sesenta la gente sabía menos que en el pasado? Bueno, edad dorada de la humanidad si la comparas con la del tercer milenio. Por no ofender a nadie, admitimos que la Tierra era plana y que un pangolín, compinchado con un murciégalo, provocó un encierro mundial.

«Es un mundo extraño, un mundo triste, un mundo lleno de desgracias, y aflicción, y problemas. Y, aun así, cuando llega el Rey de la Risa, los hace bailar al son de su melodía».

Drácula, Bram Stoker.

Por otro lado —aparte de fablistanear—, el cine, la televisión y, sobre todo, las plataformas de streaming se habían convertido en la fuente principal de entretenimiento. Las novelas, estáticas y abstractas, claudicaron ante estos medios que ofrecían el mismo esparcimiento, más rápido, más dinámico y más figurativo, sin reclamar la intervención sensorial activa que la lectura exige a la vista.

Pese a todo, la literatura conservó su atractivo primitivo entre las generaciones criadas con libros. Una buena noticia, de no ser por la presbicia, que aumentaba sus dioptrías a la par que su edad. Lo cual, provocó un tercer aumento: el del tamaño de la tipografía y el del espaciado.

Eso sí, cuando las páginas blancas de las novelas encanecían ante el sugerente derroche de color que emitían las pantallas, apareció el e-book. Este reclamo tecnológico modernizó el prestigio de la literatura, y demostró que, aun viejos, los libros tendrían hueco en la Era del Coltán y de la Inmediatez.

La diversidad de la literatura del siglo XXI

De hecho, las editoriales también optimizaron su estrategia comercial con una nueva campaña de géneros, no literarios precisamente: la mujer y el colectivo LGTBI (además de los adolescentes y los friquis) recibieron su propio posicionamiento, bien por sus autores o temática, bien mediante librerías exclusivas de estos nichos de mercado.

Obviamente, esta decisión obedeció a un interés económico, no social. Nadie apoyaba una causa si no observaba rentabilidad a cambio; el Romanticismo distaba mucho de ser corporativo. En su lugar, se buscaba el pragmatismo, adaptándose a los gustos del consumidor.

«El que quiere de esta vida todas las cosas a su gusto, tendrá muchos disgustos».

Quevedo.

Empero, lo que es bueno para un producto, resulta nefando para el arte, pues el primero responde a los deseos de un colectivo mientras que el segundo expresa la visión de un individuo. Con su lenguaje. Con su estilo.

De esto hablaré más adelante. Entretanto, te mostraré la verdadera diversidad, que correspondió a la gran variedad temática de las novelas (como durante el Posromanticismo) que se publicaron durante ese siglo: El código DaVinci (Dan Brown), La ladrona de libros (Markus Zusak), La amiga estupenda (Elena Ferrante), El curioso incidente del perro a medianoche (Mark Hadon), Eleanor Oliphant está perfectamente (Gail Honeyman), Persépolis (Marjane Satrapi), La cena (Herman Koch) y la mirífica Dientes blancos, de Zadie Smith.

El lenguaje y estilo de la novela del siglo XXI

El futuro de la literatura comercial dependía del género, pero también de un lenguaje y estilo que no oliesen a naftalina. O sea, menos académico, similar al de la novela experimental de los ochenta, aunque con cuatro diferencias fundamentales:

  • Vocabulario y temática más afines al del siglo tecnológico.
  • Enfoque orientado hacia el desarrollo personal o materialización de deseos.
  • Desenlace positivo.
  • Nula o escasa experimentación.

El resto de características eran muy parecidas a las de los noventa. Con todo, dentro de la literatura de género, destacaré el gran impacto de la novela negra sueca (Stieg Larsson, Liza Marklund, Åsa Larsson, Camilla Läckberg), la consolidación de la chick lit (Marian Keyes, Sophie Kinsella, Lauren Weisberger) y de la novela de fantasía (George R.R. Martin, Terry Pratchett, Susanna Clarke, Terry Goodkind) entre los géneros más vendidos.

En cuanto a la ficción literaria, quizá lo más reseñable, a efectos comerciales, proviniese de Japón (Haruki Murakami, Banana Yoshimoto) y de Francia (Michel Houellebecq).

Por lo demás, este género reservó su condición elitista en un discreto segundo plano a intelectuales que lo eran, y en uno primerísimo para quienes querían parecerlo. Pese a que la globalización vilipendiase la reflexión y el pensamiento independiente, la inteligencia se consideraba sexy, y postularse en Tinder como persona decadente e ilustrada solía ser un buen reclamo.

«¿Por qué te ríes? El amor es el alimento y como la atmósfera del genio».

La educación sentimental, Gustave Flaubert.

Ahora, veamos cómo llegó España al siglo XXI.

Barcelona y Marruecos: los pilares existenciales de España

En el artículo anterior, pinté un panorama desolador, vetusto, carpetovetónico de la literatura española de mediados del XX, donde únicamente Cunqueiro, el Nicholas Cage de Mondoñedo (ver enlace), y la impresionante Impresionista Carmen Laforet ofrecían un atisbo de frescura entre las hojas apergaminadas de nuestras letras posbélicas.

A decir verdad, esta autora evolucionaría hasta convertirse en la escritora más relevante del siglo sin adjetivo, pues su estilo combinó el existencialismo, la Bildungsroman y el feminismo con pinceladas de novela negra.

Precisamente, este último género caracterizaría a tres escritores de la generación del 50, la de los hijos de la guerra o de la burguesía barcelonina, según prefieras. Por supuesto, me refiero a Manuel Vázquez Montalbán (Serie Carvalho); a Ray Sorel (Han matado a una rubia), seudónimo de Terenci Moix (No digas que fue un sueño) al principio de su carrera, y a Eduardo Mendoza (La verdad sobre el caso Savolta). Tanto Mendoza como Moix, al igual que Laforet, ampliarían su repertorio literario con el tiempo.

También pertenecían a este grupo Juan Marsé (Si te dicen que caí), Ana María Matute (Fiesta al noroeste), Juan Goytisolo (Señas de identidad) y Juan García Hortelano (Tormenta de verano), el único representante madrileño de sus integrantes.

Ahora bien, estos autores, ¿aportaron algo nuevo a la literatura española? En cierto modo, sí, ya que introdujeron un género nuevo —¡Milagro!— y emplearon un estilo experimental —¡Al fin!— más en consonancia con la corriente posmodernista de la época, aunque —¡Cachis!— sin variar la temática del Realismo perpetuo.

Empero, el viento del cambio verdadero sopló desde el protectorado español de Marruecos, cuna literaria mecida por las aguas del Mediterráneo y del Atlántico, lugar de nacimiento de Ángel Vázquez Molina (La vida perra de Juanita Narboni) y Luis Martín-Santos (Tiempo de silencio).

El feudalismo editorial en España

Esta evolución técnica y de planteamiento en la novela española se debió a la fundación y desarrollo de las editoriales: Editorial Planeta (1949) —que luego se convertiría en Grupo (década de los 90) y adquiriría, entre otras editoriales, a Ediciones Destino (fundada en 1942) y Seix Barral (1911)—; Plaza & Janés (1959), Alfaguara (1964) —las dos ahora parte de Penguin—, y Anagrama (1969), ahora parte de Feltrineli.

Si te digo la verdad, la historia de sus fundadores resulta mucho más interesante que la mayoría de las novelas que publicaron. En serio, Jose Manuel Lara (Planeta) conquistó Barcelona dos veces: una con la Legión, la otra mediante cuestionables técnicas de negocio; Cela (Anagrama) fue censor y espía franquista, y a Víctor Seix (Seix Barral) lo mató Adolph Hitler por cruzar mal la calle.*

La existencia de estos canales transformó a España en una modesta Arcadia donde se difundía el trabajo de la nueva sangre literaria junto con las obras foráneas autorizadas por la dictadura. Dicho así, suena precioso y huele a jardín. Pero, observa los pilares que lo sostenían para comprender cómo influirían en las publicaciones desde entonces:

  • El elitismo de la burguesía catalana, eje intelectual y económico de la nación. De ahí que las notas biográficas en las solapas de los libros destaquen la profesión de los autores.
  • El sistema de «favores y conocidos» habitual durante la dictadura. Ahora, ya sabes por qué publicar en una editorial grande de España resulta tan complicado.
  • La censura del régimen, obras extranjeras incluidas. Esto derivó en la política de contenidos, lenguaje y estilo para las obras posteriores.

*Durante la Feria del Libro de Frankfurt, en 1967. Era el nombre del conductor del tranvía que atropelló al editor español.

De la Transición al nuevo milenio

Sin duda, lo mejor que le pasó a la literatura española entre la Transición y el nuevo milenio fue que publicasen novelas extranjeras. Fin del apartado.

«La risa no era el comentario adecuado a este tipo de humor constatativo».

Tiempo de silencio, Luis Martín-Santos.

Quizá te haya sorprendido mi breve vehemencia, teniendo escritores como Juan José Millás, Arturo Pérez-Reverte, Lucía Etxebarría, Enrique Vila-Matas, Almudena Grandes, Javier Marías, Soledad Puértolas, Ray Loriga o José Ángel Mañas dentro del panorama literario nacional finisecular.

Da igual. Ni aunque resucites a Gracián, cambiaré mi opinión al respecto. ¿Quieres saber por qué?

Y yo caí enamorado de la moda extranjeril

Si comparas la producción literaria española con la que se hacía allende nuestras fronteras durante la década de los 80 y 90, notarás una fuerte presencia de la literatura de género en la segunda y una tremenda ausencia de la indie en la primera.

En otras palabras, excepciones aparte, mantuvimos el Realismo —perpetua red de seguridad de la novela ibérica— y la narrativa existencialista.

Tampoco te extrañes; desde el siglo XVIII, nuestra mentalidad (lentalidad) contempla la evolución con recelo, temerosa de que reemplace las tradiciones e idiosincrasia nacionales. Ya sucedió con el Romanticismo en su momento, tildado poco menos que de blasfemo.

Irónicamente, el único género con etiqueta de identidad hispana propia corresponde a la novela picaresca del tan desdeñado Barroco (¡Ylvstrados fornicarios!). El Realismo y el Existencialismo los heredamos de otras corrientes culturales europeas.

De hecho, esta dependencia de lo extranjero aumentaría a partir de 1959, cuando la ruina económica quebró la autarquía de España y abrió la nación al resto del mundo. A partir de ese momento, el adjetivo «moderno» se asociaría a «lo extranjero», y por extensión semántica, también a «lo bueno».

Obviamente, «lo español» se convirtió en «lo viejo» para, luego, apelar a «lo malo». Sobre todo, tras la muerte de Franco, cuando «lo de fuera» se idolatró hasta tal punto que, a la hora de promocionar la lectura, no se citaban autores españoles contemporáneos, sino a los malditos franceses.

Por tanto, que no te extrañe mi comentario en el apartado previo. Simplemente refleja la opinión que la población española tenía (y sigue teniendo) de su literatura.

¿Es cierta esa visión?

En buena medida, sí. Principalmente, porque del Realismo pasamos al Posrealismo, dado que ya habíamos gastado la etiqueta de Neorealismo durante la posguerra. O sea, desde que Galdós publicara sus primeros Episodios Nacionales (1873), llevábamos más de un siglo erre que erre con lo mismo.

Por cierto, sé que doy la impresión de estar en contra de este género literario, pero no es cierto. Simplemente, critico el estancamiento que nos ha supuesto. Que sí, que Franco, la censura, bla, bla, bla. Vale; durante los sesenta, Hispanoamérica reventó el mercado internacional con novelas esencialmente modernistas, varias de ellas publicadas por editoriales de Barcelona.

Es más, los beneficios que obtuvieron esas editoriales ayudaron a mejorar la economía española, que pudieron haber sido estratosféricos si Carlos Barral no hubiese rechazado Cien años de soledad.

No sé; llámame loco, pero igual deberíamos haber considerado una renovación literaria. ¡Quia! Nos aferramos aún más a la tradición francesa del Realismo.

Por eso, cuando murió Franco y entró la democracia, el público optó por narradores extranjeros en lugar de los nacionales, todavía verdes en esto de la literatura moderna o demasiado distantes como para conectar con las nuevas generaciones.

Historia del lenguaje y estilo de la novela española en el siglo XXI

Sin duda, el tercer milenio constituyó una Edad Dorada de las letras españolas, donde su mejor exponente soy yo. Léete MuArte, porque no es una novela de arte; es el arte hecho novela.

«La modestia no es otra cosa que el orgullo vestido de máscara».

Mariano José de Larra.

En esta humilde introducción has contemplado de primera mano la característica principal de la literatura del siglo XXI: su comercialidad condicionante.

Por ejemplo, las editoriales emplearon los premios de literatura a modo de herramienta de ventas, cuyo ejemplo más reciente lo traté en el artículo sobre Carmen Mola.

Lejos de contentarse con los amaños, impusieron unas normas de escritura ante las cuales la ley talibán parecía liberal.

El propósito de estas políticas tenía dos objetivos claramente definidos: los premios centralizaban la concesión de prestigio a aquellos autores que representasen el elitismo burgués originario (ficción literaria) mientras que las normas de escritura aseguraban que toda obra de literatura de género dispusiera de valor comercial.

Ahora bien, ¿qué significa «valor comercial»? Y, más importante aún, ¿se aplican las mismas normas de escritura en el resto del mundo?

La respuesta a la segunda pregunta es sencilla: no. Se supone que esta exigencia obedece a la demanda de los lectores españoles por novelas con frases y vocabulario simples —«sin caramullo», como dicen en Aragón. O sea, fáciles y rápidos de leer, en consonancia a la inmediatez de la era y con el conocimiento y uso de su propio idioma.

Empero, sospecho de otro motivo, porque también resulta muy positivo para las ventas que un libro se termine de leer en menos de una semana, lo que acorta el ciclo de compra de los consumidores y explica miríficamente el significado de «valor comercial».

La saturación y abuso comercial del siglo XXI en España

Vale, quizá «valor comercial» indique que la temática y estilo de la novela se adecúa a la tendencia mayoritaria de consumo o a un nicho de mercado concreto, además de poseer un contenido con grandes posibilidades de proporcionar beneficios a la editorial.

Para salir de dudas, veamos las cifras. Este artículo de World Today News (enlace en inglés) afirma que, en España, se publican 246 títulos a diario, sin incluir los libros autopublicados en Amazon.

De esa cantidad, el 86 % vende menos de 50 ejemplares al año, pese al uso de técnicas de venta cuestionables, como cita este otro artículo. ¿Quién dijo que habíamos olvidado la picaresca?

Por experiencia, el grueso de ventas de tu obra se produce entre la publicación y la presentación. A tenor de estas cifras, tengo la impresión de que las editoriales ofrecen el prestigio de la institución a cambio de presentar obras cada poco tiempo para aprovechar la rentabilidad de las fechas clave.

Si estoy en lo cierto, los almacenes de las librerías tendrían que estar repletos de cajas con novelas que han cedido su puesto a las siguientes publicaciones. Venturosamente, este artículo ha despejado mis dudas.

En definitiva, olvídate de quitar adjetivos o de preocuparte por el lenguaje inclusivo. Si no triunfas a la primera, tu novela seguirá idéntico camino que el alma en el hinduismo antes de reencarnarse.

«Un cadáver es carne que se ha puesto mala. Bueno, y ¿qué es el queso? El cadáver de la leche».

Ulises, James Joyce.

Nota final: he empleado el pasado para hablar del XXI porque espero que, para cuando alguien lea esto en el futuro, la tendencia literaria actual haya cambiado. No seré humilde, pero tampoco pesimista.

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